lunes, 22 de marzo de 2010

El salto del tigre

El salto del tigre
18 Nov 2009

-No dejes que te besen en la boca, porque te enamoran, -eso me dijo Georgette, cuando vio que un chico me besaba con mucha pasión, llegó de inoportuna, lo corrió y yo me quedé con las ganas de seguir y de que no solo me besara en la boca, sino también en el cuello, en los senos, en el cabello, en el sexo: de que me hiciera suya. Pero no, lo corrió, y él, apenado, sorbiéndose aún mis labios pidió una disculpa y se marchó. Sólo nuestras miradas se encontraron un par de veces hasta que Ramiro desapareció de la calle.

Vaya apoyo, -Al fin un hombre se me acercaba y no pedía permiso, ni se andaba con rodeos, y así de buenas y a primeras me lo corrían, como si los hombres llegaran de París, los trajera la cigüeña, o se dieran en maceta.- Y yo ya bien besada en la boca, y por qué negarlo, también muy enamorada de Ramiro así como también enamorada de Álvaro, Andrés, Benito, Julián, Guillermo. ¡Ah, de todos los hombres que me han besado! Y aunque a veces quisiera olvidarlos, no puedo. Todavía recuerdo cuando llegué a la fiesta de las González, y allí me presentaron; le dije a Azucena, me gusta el cieguito, ella rió y me dijo, ¿cuando dices cieguito te refieres al de los lentes? Pues sí, pues a cual habría de ser, sólo a él. Si es el mejor de todos. Su traje azul marino, su tez morena clara, sus manos grandes bellas impecables, su voz y esos labios gruesos que me comían al primer beso y ya me devoraban al segundo. Cuando Georgette lo apartó de mi, ya el éxtasis me corría por todo el cuerpo, y ya no quería desprenderme de él, sino fusionarme a él.

Hoy llegué a casa feliz. Me han invitado al cumpleaños de don Pedro López, sus hijas, las López lo celebrarán y me comentaron que irá Ramiro, el contador de don Pedro. Y allí lo veré, y entonces sin tapujos y sin bromas me le lanzaré como la mejor de las mujerzuelas y como la más sedienta de las mujeres, para qué ocultar que lo necesito y él me ansía tanto como yo.

Mmm y todavía recuerdo aquella ocasión que fui invitada a casa de los González, era el cumpleaños de don Juan González, sus hijas también lo agasajaron con una fiesta, y también Ramiro su contador no podía faltar. Allí estaba con su traje negro, esta vez, más galán que nunca, cenamos, bailamos y cuando el momento fue propicio nos escondimos y llegamos a la recámara y allí, yo Yolanda del Vivar, me porté como lo que quería ser, una mujerzuela, me desnudé a prisa y con coquetería, me tiré sobre la cama e hice la mueca como de fumar un cigarrillo, y lo miré diciéndole: ahora, ya sabes que tipo de mujer soy, ¡tómame o déjame! Me miró con ojos de lujuria y deseo, y como pudo se quitó la ropa, su respiración agitada, se puso frenético, su pulso alterado y esos labios que me devoraban a cada beso, cual sorbo de agua fresca a un sediento en el desierto. Y decidido se lanzó sobre mi. Me besó, me metió las manos bajo mi falda y apretó mis nalgas, me mordió y cuando le dije que siguiera se detuvo y dijo, recomponiéndose el saco y la corbata, es la casa de mi patrón y su familia y yo los respeto y te respeto. Se enderezó, recobró la entereza y me pidió que regresáramos con los demás a la fiesta. Yo sonrojada, porque me habían ofrecido respetos, y lo qué más deseaba era que me faltaran al respeto.

Días después les comenté a mis amigas y me dijeron que lo invitarían para que él y yo nos quedáramos a solas y nos pudiéramos gozar con libertad el uno al otro. Ya que a mí me urge, pues no se puede llegar quintito a los treinta y según sé de él, nunca ha tenido algo formal.

Ese día en la noche, cuando acabamos de ver la comedia, tomamos unos cafés y de habérmele insinuado tres veces, mis amigas argumentaron que les hacía falta pan y sin más miramiento, se calzaron los zapatos, cogieron el dinero, sacaron las llaves del bolso y con un guiño en el ojo, se marcharon; y como celebrando la victoria, nos dijeron: se portan bien.

Ramiro, en su ansiedad, solo alcanzó a esperar que bajaran la escalera y llegaran a la calle. En ese momento el hombre tímido desapareció. Era un volcán de pasión. En el vaivén de caricias me arrancó la blusa, me mordió los pechos y cuando menos me di cuenta la falda ya estaba en el suelo, quise correr de rubor hacia afuera y me metí premeditadamente a la recámara, me siguió, me cargó en sus brazos, me arrojó sobre la cama con antebrazos y me dijo: Ahora sí, mi vida, te voy a hacer el salto del tigre. Me repasó con sus labios todo el cuerpo y cuando ya me sentía lista, tomó impulso, y se arrojó sobre mi cuerpo que yacía en la cama esperándolo. De momento su cuerpo no alcanzó a llegar al mío y regresó de un brinco a donde estaba. Consternada le pregunté qué pasaba y me dijo: ¡Ay, me pegué en la frente! Entonces el encanto y la calentura desaparecieron, me levanté, me vestí y me puse a ver la otra comedia. Y me dije a mí misma cuando algo no es para ti, por más que le hagas la lucha.

miércoles, 5 de agosto de 2009

La dama del auto negro

... quiero que vivas solo para mi... y que tu vayas por donde yo voy... lara lara lalalala....
La música cadenciosa sonaba por los cuatro puntos cardinales, y la multitud se arremolinaba sobre un auto negro.
Una mujer de aspecto arrogante y de mirada altiva contrastaba frente al pueblo, pero sobre todo frente a las mujeres de aspecto humilde que la miraban con curiosidad y emoción. Unas de ellas calzaban huaraches, otras descalzas; las mejor favorecidas zapatos.
Todo el pueblo quería verla. Era una celebridad. Era ni más ni menos que la esposa del Candidato que tenía mejores posibilidades de ganar la silla presidencial.
La dama del auto negro, ya se sentía la primera dama y le hablaba golpeado y enérgicamente al grupo de trabajo que la asistía. El encargado de la comitiva, el Lic. González-Salas, le daba indicaciones de lo que debería hacer: saludar, sonreir, estrechar una que otra mano, escuchar a la gente, tomar una actitud maternal y benévola. Algo que molestaba a la dama del auto negro, que prefería encontrarse con María Félix, con quien rivalizaba en belleza y arrogancia, y no reunirse con esta chusma maloliente y mal vestida, pero todo lo hacía por amor a su esposo: el candidato presidencial y al pueblo de México, pues ella argüía sentirse descendiente de Moctezuma, antiguo emperador de México.
En ese momento, la dama del auto negro, pidió un cigarro, mismo que le fue negado por su asistente, el Lic. González-Salas, por estar a punto de bajar a saludar a su pueblo. La negativa la exasperó. Tomó una postura digna y enajenándose, pensó en los aliados de su esposo. ¡Cómo lo agasajaban! Bueno hasta el rey de España había ofrecido enviar a su hijo a la toma de posesión del presidente. Ya se veía ella en el Salón de Embajadores de Palacio Nacional, en San Lázaro siendo aplaudidos por la Cámara de Diputados, en Palacio de Bellas Artes escuchando la ópera, reinagurando por quincuagésima vez el Museo de Antropología y cenando en el Castillo de Chapultepec acompañada de las Damas del Patronato del DIF, la comitiva presidencial, y el cuerpo diplomático acreditado en México. Wow, la pompa más solemne. Eso sí que era vida. Después de eso, esperaba tomarse unos dias de descanso en la riviera maya, pero antes visitar el muy glamuroso palacio de hierro para hacer unas compras. Todo de acuerdo con su rango. Su rostro se le iluminó y su mirada llena de fuerza y energía, mostraron el brillo de esa gloria, cuando se encontraron con los ojos del Lic. González-Salas, y escuchó su voz ronca, servil e incómoda que le pedía que bajara del auto y que no se le olvidara sonreir. Que recordara que el pueblo de Santo Tomás, donde su esposo gozaba de gran popularidad la esperaba con ansiedad. Esto la volvió a la realidad. Se percató de que el pueblo que visitaba ni siquiera tenía pavimentada la calle principal, donde estaba su auto. Veía y sentía la polvareda que se hacía en torno a ella y los gritos y empujones de la gente al querer tocarla. Las porras en su honor, las dianas y la serie de cartitas sin fin que le hacían llegar en mano, donde le pedían desde un par de zapatos, la pavimentación del pueblo, hasta que les regalara una casa en las Lomas. Bajó del auto negro, con postura sublime, mientras los representantes del pueblo de Santo Tomás le hacían valla y cada uno posaba frente a la dama el auto negro, le sonreian y le expresaban sus respetos.
La atmosfera contagió a todos. El pueblo sediento de pedir y ella, sedienta por conceder. Más que primera dama, parecía Hada Madrina. En el clímax de las peticiones y gestiones, ella ofreció que en cuanto su esposo ganara la presidencia, mandaría inmediatamente a pavimentar no sólo la calle principal, sino todas las del pueblo; les llevaría el alumbrado público; una tienda de abasto popular; y hasta solicitar a su esposo les hiciera un museo de sitio para consevar allí los restos del mamut que dias antes habían sido encontrados al cavar en la plaza del 5 de Febrero, donde pensaban construir una cisterna para el abasto de agua potable del pueblo.
Como hija predilecta del pueblo de Santo Tomás, se organizó una recepción y fue invitada a comer a la mesa de honor por los notables del pueblo, entre ellos, el presidente municipal, y su comitiva, el padresito, los ricos del pueblo, y el director de la primaria Juan Escutia, en el atrio del Convento de Santo Tomás. En ese momento se acercó un grupo de ciudadanos, los cuales pidieron audiencia y la dama del auto negro en un arranque de sencillez, de complacencia y de generosidad no paró mientes en la comitiva que ya la esperaba y al instante les concedió la audiencia. Acto que arrancó muchas sonrisas de beneplácito en todos los concurrentes. Dentro de la charla, que fue en público, el Grupo de Ciudadanos, más que solicitar o pedir, rogó porque se hicieran realidad sus peticiones, mientras que la dama el auto negro, se comprometió a agilizar los recursos y hablar directamente con su esposo para favorecer en especial a ese pueblo que tanto quería al candidato presidencial. Entrados en confianza, la dama del auto negro se sentó para escucharlos mejor y ellos le acercaron a su vez una niña desaliñada que parecía mostrar la verdadera realidad de Santo Tomás. La dama del auto negro la acercó hacia ella, en un arranque de azoro, desagrado, beatitud y benevolencia, y les dijo: ¡Ay, pero qué niña tan bonita!, pero si sus padres la hubieran bañado, se vería más bonita. ¡Ay, pero qué niña tan bonita! pero si sus papás le hubieran comprado unos huarachitos, se vería más bonita. ¡Ay, pero qué niña tan bonita! pero si su mamá le hubiera hecho unas trenzitas, se vería más bonita. Las sonrisas se volvieron caras serias, y otras sonrisas se hicieron forzadas para disimular el reproche.
La dama del auto negro, cansada de estar con el grupo de ciudadanos, se levantó de la silla, se dirigió hacia la mesa de honor y pidió (más bien ordenó) que comenzaran a servir la comida.
Su actitud adusta no cambió hasta que llegó a su casa ese día por la noche.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Como jugar a las escondidillas

I
Le dices a mi papá que mañana vengo. Fue la frase con la que Natalia se despidió de sus hermanos, aquella tarde soleada de domingo, cuando se fugó a los trece años, creyendo estar enamorada de un desconocido. Creyendo que jugaba a las escondidillas.
Su rostro soberbio evocó aquel momento, dio un suspiro y sintió por primera vez que sus piernas flaqueaban. Quiso sentarse, pero no había alguna silla o banca cerca y se conformó con abrazarse a una columna de un edificio antiguo. En ese momento brotaron lágrimas en un torrente de amargura que se desbocó. Llevaba tanto tiempo sin poder hacerlo, y ahora, lo lograba. Finalmente se desahogaba.
Precisamente, hoy hacía treinta años de que eso sucedió. No logra entender que fue lo que la sedujo a irse con Esteban, hasta entonces desconocido para ella y para su familia.
Quizá fue el deseo de conocer el mundo; de que un muchacho se acercara galante y le dijera quieres ser mi novia; de sentirse una mujer adulta; de querer liberarse de no sé qué; de las mentiras y promesas no cumplidas de su raptor; de ser sólo un juego emocionante; o bien por todas las carencias y la voluntad y deseo de superarlas, sin embargo para ella era sólo un juego, era como jugar a las escondidillas; donde te escondes y un par de minutos después te encuentran y todo vuelve a empezar otra vez.
Así tomó Natalia a Esteban, cuando se acercó a ella a decirle que si jugaba con ella y con los demás niños; lo tomó tan en serio, como tan en serio se toma un juego, pero que al final y al cabo no deja de ser un juego.
-Ándale Nati, vámonos a esconder hasta allá adelante, a donde no nos encuentren-
Al principio pareció divertido que el buscador tratara de encontrarlos y ya cuando estaba cerca de ellos, los nervios y las respiraciones agitadas los delataban, y en un grito delator finalmente los encontraba – Uno, dos tres por Nati, y el muchacho nuevo, que estaban escondidos atrás de la fuente- y los demás niños se apresuraban a ser encontrados, y los que ya habían sido encontrados se unían al bando del buscador, para agilizarle su trabajo. Así se le imprimía el placer y la emoción al juego y así se repitió una y otra vez hasta que Román, hermano de Esteban lo llamó y le dijo: esa chamaca es una loca, ¿ya viste que quiere contigo? ¿Cuánto apuestas a que si le dices que se vaya contigo, se va? ¿a que no le dices? Esteban miró a Natalia jugar con los demás niños, y le pareció graciosa y se dijo así mismo, tú eres hombre, qué puedes perder.
Esteban se acercó a Natalia y entonces el juego de las escondidillas comenzó otra vez. Todos corrieron a ocultarse y Esteban corrió tras de Natalia, la alcanzó, le sonrió, guiñó un ojo y le dijo que si quería ser su novia, ella sin pensarlo contestó que sí, y él tomando una pose firme y de autoridad le dijo: entonces harás lo que yo te diga y Natalia pensando en que era un juego, afirmó y sus ojos se iluminaron. Ella emocionada lo tomó de la mano y Esteban de inmediato pensó: sí, ésta es una loca y una fácil, luego luego me agarró la mano. Él respiró agitado, y se aventuró a decir: ándale pues, dile a tus hermanos que ya nos vamos. En ese momento ella miró a sus hermanos y a sus demás amiguitos y les dijo: le dicen a mi papá que mañana vengo. Entonces, como en un juego se fugó con él.
Sus hermanos no entendieron lo que sucedió, sólo la hermana mayor algo entendió, y no viéndola jugar con los demás niños y de que la frase resonara en su cabeza, notó que eso ya no era parte del juego; se preocupó y no aguantó más y fue a su casa a decir a sus padres lo que había ocurrido.
Delfina y Humberto, escucharon lo que su hija mayor les decía y no le creyeron. Los padres como queriendo jugar con ella, le piden que le diga a su hermana que vaya a verlos y les explique cómo está eso de que mañana viene, ¡pues a dónde ha de ir!
Al ver que Natalia no aparecía, lo relajado de la tarde dominical fue tomando un cariz de pena y de angustia. Los esfuerzos de los padres y hermanos por buscarla eran vanos, pues ella ya se hallaba en un autobús que la llevaría junto con su raptor a un pueblo de Veracruz. Los padres finalmente increpan a Marisol, y severos le preguntan: ¿con quién se fue tu hermana? ¡si se fue con alguien o algo le pasó es por culpa tuya! Por no querer ser buena hermana y buena hija con nosotros. Marisol llena de culpa lloró y lloró hasta que les dijo: se fue con Esteban.
El nombre del desconocido cayó como una bomba. Nadie sabía quien era Esteban, ni donde vivía, ni en qué trabajaba y angustiados, presionaron a Marisol para que les diera más información. Lo único que Marisol sabía era que tenía un hermano y señaló hacia donde lo vieron que entró cuando jugaba con ellos a las escondidillas.

*******

-Mira Román, más vale que nos digas dónde está la niña o vas a tener problemas.
-Yo no sé nada de ninguna niña, y por mi, búsquenla.
-Mi hija dice que el tal Esteban es tu hermano y que él se la llevó, ¿en dónde la tienen?
-Yo no sé nada de eso y háganle como quieran.
Román irónico, dio un portazo y los dejó en el quicio de la puerta llorando la madre, y el padre impotente y sin saber qué hacer. Vanos fueron los esfuerzos por buscarla. No apareció ni nadie dio razón.

******

Ya en el autobús, Natalia y Esteban iban gozando como recién casados, de su luna de miel. Él cariñoso la llamaba “Nati”, y ella correspondía llamándole “mi viejo”. Toda esa tarde y esa noche fue de ensueño, de ilusión, ambos se veían salir de una iglesia, con el reconocimiento de sus familias y de sus conocidos y vecinos. Se imaginaban en una residencia llena de sirvientes y de muebles finos y lujosos, donde él era un caballero elegante, fino, distinguido y donde ella era una dama elegantemente vestida, y señora de su casa.
No les importaba más que vivir sus sueños y dejarse llevar por ellos, como si en las horas que habían pasado juntos hubiera transcurrido toda una vida, y ésta fuera de miel y color de rosa.
El traqueteo del autobús los hacía sentirse llenos de esa emoción y la emoción los venció y se durmieron hasta que una voz soñolienta y aguardentosa gritó: Ya llegamos al Tepetate, Veracruz. Los pasajeros encamorrados bajaron del autobús. Él inseguro y ella temerosa descendieron también. Él buscando a donde ir y ella miraba para todos lados queriendo encontrar algo familiar, todo era nuevo, todo era especial, hasta que preguntó, ¿me vas a llevar con tu familia o a dónde vamos? A lo que obtuvo por respuesta un silencio y una mirada de molestia.
Esteban hizo la mueca como que buscaba un taxi y caminó hacia arriba por donde se veían unas luces y ella lo siguió. Al llegar a un zaguán negro, Esteban tocó con insistencia hasta que Jacqueline, una de sus hermanas, le abrió y al reconocerlo lo miró con una cara de fastidio que se incrementó cuando al abrir la puerta totalmente comprobó que era él, y con gesto adusto lo invitó a pasar, más grande fue su sorpresa cuando vio a Natalia y entonces comprendió el motivo de la visita. Echó una mirada fulminante a la pareja y carraspeando le preguntó: ¿quién es esa pulga mugrosa que te acompaña?
Esteban se agachó en actitud sumisa y alcanzó a decir entre dientes: ¡es mi mujer!
Las miradas sorpresa y desagrado así como la presión se incrementaron sobre Natalia, que de inmediato fue separada de Esteban y le dijeron que su gracia de mujer buscona y fácil no le iba a dar resultado. A él lo colocaron en una cama, y a ella le dieron unos cartones para que se los tendiera en la cocina y allí se quedara para que se encargara en servirlos, porque no iba a creer que iba a llegar a un lugar de placeres, sino a trabajar de sol a sol y donde las tortillas y el pedazo de pan que se comería los tendría que pagar primero.
Se volvió hacia donde se encontraba Esteban, le dio una mirada de auxilio para que la rescatara del mundo al que la habían relegado, más él, indolente, se acercó a ella para decirle: eso es lo que querías, eso es lo que tendrás.
Entonces Natalia, quiso volver con sus padres, con su familia. Volar sobre montañas y valles y llegar con los suyos y decirles que el juego de las escondidillas había terminado. Pero no, no era un juego. Y el juego de las escondidillas no lo jugaría más.

II
Fue una noche de dolor y de angustia. Delfina no dejó de llorar un instante. Rezaba y rezaba para que su hija, su niña, estuviera fuera de peligro. Humberto herido en su amor propio se sintió triste. Derrotado y peor aún por un tipo que los recibiera de mala gana y de mala gana y con sorna se riera de ellos en sus propias narices.
Al amanecer, no resistieron más y volvieron a buscar a su hija con el tal Román, a lo que les dijo Julia, la esposa de éste, que no se encontraba –Está trabajando en la panadería- que ella no sabía más y que su cuñado Esteban se había ido, seguramente para su pueblo, El Tepetate, con toda su familia.
Delfina y Humberto decidieron dar parte a la autoridad para que la niña regresara y se castigara al secuestrador. En la delegación de policía, el encargado en turno giró las indicaciones a los policías y los puso a las órdenes de los padres de la secuestrada.
Dieron santo y seña a los policías, y éstos de inmediato fueron a buscar al hermano del presunto secuestrador.
Llegaron en un auto negro sin placas, cuatro hombres y se dirigieron hacia la entrada y una mujer que hacía las veces de cajera, vendedora y demás, los detuvo y les prohibió el paso, ellos arguyeron que más valía los dejara pasar y que esto se lo decían por las buenas, sino ella también sería acusada de cómplice de secuestro y robo. La chica al escuchar semejantes palabras, se asustó, hizo la exclamación –ay y yo por qué- señaló a lo lejos, de entre los panaderos, al que ella creía que buscaban. Los agentes en un arrebato se acercaron de inmediato, tomaron al panadero por el frente y por la espalda y no le dieron opción de moverse y sólo con la pala de madera alcanzó a colocar los bolillos crudos dentro del horno, cuando ellos lo jalan y le dicen: Román, queda ud detenido, se le acusa de secuestro y robo de un menor, tiene derecho a una llamada y a un abogado, todo lo que diga será usado en su contra.
Salió Román, retorciéndose de la panadería, queriéndose resistir, ante el azoro de algunos compañeros, la mofa de otros y el cuchicheo de la cajera que ya se secreteaba con una de las clientas que acababa de llegar a comprar pan, con el pretexto de enterarse del chisme y de otra que lo había visto todo.

******

-Confiesa infeliz ¿dónde tienes a la niña? Habla.
-Yo no sé de qué niña me hablan y más les vale que me suelten, porque me vendrá a buscar mi padrino y ustedes hasta la chamba van a perder.
-Ah con que muy influyente, hijo de la chingada, pues ahorita los madrazos que te voy a dar van a ser más influyentes que tu pinche padrino.
Y asestó una dotación de puñetazos en el cuerpo escuálido de Román, hasta que cayó al suelo, junto a los pies del agente, que lo quiso agarrar de los cabellos y éste al resistirse, se azotó sobre el suelo, cuando otro agente detuvo a su compañero. En ese momento Román dolido del golpe, alcanzó a decir: -tráiganme a quien me acusa para que me lo compruebe- Los agentes se volvieron, en un acto de aprobación y salieron de la habitación. El primero de los agentes, furioso, antes de salir, le contestó, -te los traeré, cabrón, y veremos si sigues siendo tan boconcito-
Los agentes pasaron a otra habitación, donde los esperaban los acusadores angustiados, con el comandante en turno. Al cual los acusadores le decían: nos dijo que no nos diría donde está, y que le hiciéramos como quisiéramos, por eso vinimos a dar parte a la autoridad. El comandante al escuchar semejantes palabras, se sulfuró y dio por respuesta: -¡Ah caray! Esos que dicen que le hagamos como queramos, me gustan, porque me dan permiso de hacerle como yo quiero, y entonces veremos de qué cuero salen más correas- rascándose la barbilla. Volviéndose hacia sus subordinados les preguntó: -¿Ya confesó? Y ¿qué esperan para hacerlo confesar?
Los agentes pidieron a los padres que los acompañaran donde yacía Román en el suelo. Al entrar a la habitación, Román, ya se había auto golpeado, los agentes lo tomaron, y uno de ellos, le dijo:
-¿te gustan los desmadritos, verdad? A ver ¿qué armas traes?
-¿Cuáles armas?
-Un cuchillo, una pistola
-¿Pistola?, ja, nomás la que Dios me dio.
Furioso el agente por la burla, dio una bofetada en el rostro del sujeto, tan fuerte que la baba se le salio de la boca con algo de sangre, y hasta una chinche que le caminaba por el cuello fue a caer al piso. Otro de los agentes pisó al bicho. Sacaron de la habitación a los padres de la secuestrada, y llegó otro agente con un Tehuacan en la mano derecha y una batería de las que se usan en las ferias para probar su resistencia a la electricidad en la mano izquierda.
Después de tres horas, de unos tehuacanazos en la nariz, y unas cuantas descargas de energía eléctrica, al final confesó que él mismo había sugerido e instigado a su hermano a que raptara a la muchacha, porque su hermano tenía diez y seis años, y no había tenido novia, pero que por favor, ya no lo golpearan más. Que él mismo los llevaría a donde debería estar su hermano y que todo se arreglaría.

*******

En Veracruz, Natalia era tomada como una criada. Se tenía que levantar de madrugada a preparar el desayuno no sólo de Esteban, sino de todos los panaderos, y familiares, así como dedicarse a los quehaceres de la casa, ya que tenía que pagar el rincón donde dormía y las molestias que les había acarreado.
Una mañana llegó un auto negro sin placas, que tocó la puerta con tal agresividad, que los vecinos se alarmaron y salieron a sus puertas, cuando el agente les gritaba: -abran la puerta, secuestradores, pervertidores de menores- la puerta se abrió y una voz varonil pidió que midiera sus palabras. El agente lo tomó por las solapas. Lo jaló hacia fuera y lo azotó tres veces en la pared y le exigió con energía que entregaran a la menor secuestrada y abusada por ellos.
Los familiares salieron a la puerta, más que para defenderse, para acabar de entender que es lo que estaba sucediendo. Las mujeres lloraron, y los hombres asustados se replegaron. Los vecinos y la gente que pasaba, se acercaron haciendo bola. El agente no cesaba en injuriarlos, les gritaba que entregaran a la niña. Natalia, que se escondía tras un plato que llevaba en las manos y que no alcanzó a dejar cuando el incidente se presentó, quedó con los ojos desorbitados. Todo fue tan de repente. En la confusión, Esther, una de las hermanas de Esteban, dijo: -¿por qué tanto relajo por esa pulguienta? Si tanto la quieren pues llévensela. Natalia saltó los ojos una vez más. Sintiéndose evidenciada, quedó muda, y los colores se le subieron al rostro, quería desaparecer de las miradas que le dirigían todos. Los agentes dijeron que ya no era tan fácil la cosa, que estaban metidos en una bronca muy grande y la familia entera iría a parar a la cárcel, si bien les iba, y sino, hasta a las islas marías, por que era un delito que se castigaba hasta con cuarenta años de prisión. Esther, al escuchar lo que les esperaba, palideció, y quiso desfallecer. Quiso hacerse pequeña, quiso desaparecer, cuando sus vecinos, todos, la miraron con morbo.
Minutos después llegó Joaquín, porque un mozo le había ido a avisar y llegó corriendo. Aclaró que no era un secuestro, que ella estaba por su propia voluntad, que era la mujer de su hermano, y que él respondería por su familia, que él era el hermano mayor.
Ahora el agente, lo miró con burla, y mal disimuló su risa. Les advirtió que tenían dos demandas hechas. Una en el DF, y otra en Veracruz, ambas por secuestro. Joaquín, tragó saliba, quería llorar y tartamudeando preguntó al agente que eso cómo se podía arreglar. A lo que el agente le comentó que tenían que presentarse en México dentro de veinticuatro horas a cuarenta y ocho horas, llevar a la niña secuestrada y reparar los daños.
Joaquín volvió argumentar que no era un secuestro. Que era la mujer de su hermano. El agente furioso al escuchar la réplica, estampó tres bofetadas en el rostro de Joaquín, le dijo que le molestaba que le retobaran y advirtió, que dónde algo le pasara a la niña, sobre ellos. Se metieron en su auto y se fueron. Joaquín se quedó con sus golpes sentado en la acera, afuera de la casa de sus hermanos, y la familia quedó recargada sobre el zaguán, asustados. Mientras que los concurrentes, daban una última mirada, cuchicheaban y poco a poco se retiraban.

********

Román, después de haber rendido su declaración, fue a casa de Humberto y Delfina. Cuando tocó a la puerta y le abrió uno de los hermanos de Natalia, se arrodilló y le pidió de una manera muy humilde y besándole las manos al niño, que le permitiera hablar con sus padres. El niño se desconcertó, cerró la puerta y avisó a sus padres. Delfina, vio de lejos a Román, que en cuanto él la vio, se dejó caer de rodillas y alzó los brazos en cruz y caminó hacia ella de rodillas, les besó las manos y los pies y suplicó que retiraran la demanda y los demás cargos por secuestro, que la niña estaba bien y que los agentes los habían visitado en Veracruz y que ya nadie les quería comprar pan desde el escándalo.

III

Las campanas de la iglesia repicaban a la distancia, era la segunda invitación a misa dominical. Ya se comenzaba a escuchar en la calle el paso de los vendedores con sus mercancías, unos cargándolas sobre sus espaldas, otros con bolsas grandes en las manos, otros con burros, y otros más modernos sobre una camioneta.
Ya se preparaba la familia entera para ir a misa, cuando unos toquidos temerosos llamaron a la puerta. Los niños inquietos corrieron a abrir la puerta, pensando que sería don José, el marchante de cada domingo que les iba a encargar sus cosas, y a hacer su primer venta del día con esa familia.
Delfina contestó desde adentro, ¿ahora por qué tan temprano, don José? Se asomó un señor de edad madura, entrecano, y dijo, soy Joaquín S y M, hermano de Esteban y Román, y nuestra familia viene toda a pedirle perdón, y traemos a presentarle a Natalia y a Esteban.
Toda la familia se detuvo a mirar, y Natalia, corrió hacia los brazos de Humberto, llorando ambos por el reencuentro. Abrazó a sus padres, les pidió perdón y les comentó que deseaba casarse con Esteban, ya que ella creía estar embarazada.
La noticia fue tomada con molestia, pero con resignación. Era algo que ellos de alguna forma esperaban. Unos meses después la boda se realizaba.

*******

En un suspiro, Natalia volvió a la realidad, se miró ahora, ya madura, después de haber vivido con ese hombre tantas cosas tan duras. Tantas infidelidades, tanta mala vida. Y apenas dar crédito de lo que le avisaban. Que su marido se había fugado con una mujer que era veinte años más joven que él y que en el trayecto de México a Veracruz se había salido de la carretera, en una de las curvas, y ambos ocupantes habían muerto. Sin duda esta era la última escondidilla que Esteban jugaría.

martes, 3 de marzo de 2009

Por dos cervezas

Rubén

El agua estaba muy caliente y su cuerpo tibio al haberse levantado muy de mañana. De reojo miró su desnudez en el espejo del baño, se gustaba, se admirada. El agua seguía muy caliente y rica. Deliciosa se esparcía por el cuerpo dando la vitalidad que necesitaba.
La boca con la cepillada diaria ha evitado el mal sabor que provoca el ayuno nocturno.
-¡Qué rico ducharse! Pensaba para sí Rubén mientras culminaba con la higiene matinal y diaria.
-Debo darme prisa- dijo Rubén al mirar el reloj de pared de la sala, cogió la toalla y comenzó a secarse el cuerpo. En un santiamén botó la toalla, se puso desodorante, se perfumó, se vistió: su uniforme impecable, pulcro, no se le veía pelusa alguna; y así se sentía feliz, más aún ordenado, su uniforme lo preparaba diario, previo al día de labores, antes de dormir.
Los zapatos boleados listos para la batalla, juntos como hermanos, sintieron el cuerpo de su dueño y amoldados a dichos pies, formaron entre hombre, uniforme y calzado un solo ser: el empleado de una de las líneas aéreas más famosas.

En esta ciudad transitada a pesar de ser tan temprano, el tráfico y el vaivén de la gente se nota desde mucho antes del amanecer y culmina hasta muy entrada la noche y en ocasiones se prolonga encontrándose uno con el otro, sin saber cuando dejó de ser noche y cuando comenzó el día.

Aunque el tiempo no era un problema, pues Rubén siempre es puntual y previsor, andaba de prisa como empujado por la inercia a al que todos los habitantes de esta ciudad nos movemos en masa. Y junto con ella nos dejamos llevar.
Abordó el colectivo y luego el metro que aunque en ocasiones llega a ser incómodo, también es eficiente. Su hermoso y pulcro y bien planchado uniforme negro se vio enturbiado por una señora que iba al mercado con su hija, que al abordar el tren, la llevaba de la mano, se apresuró a ganar asiento, y la niña llevaba en brazos su muñeca, las cuales denotaban que habían madrugado por fuerza y no les importaba un ápice la pulcritud y el cuidado que su vecino observaba.
Rubén modoso, alcanzó a decir: - ¿puede retirar a la niña un poco? – la niña iba dormitando sobre el costado izquierdo del poseedor del traje negro impecable en el asiento contiguo, y a lo que recibió como respuesta: ¡Huy pus váyase en taxi! Finalmente llegó a la estación donde descendía, pidió permiso para pasar y salió de dicho tren componiéndose el traje y apurándose a llegar a su oficina. Otros compañeros de giro como él hacían lo mismo. Todos indiferentes, uno que otro se cruzaba una mirada, los más cordiales un seco y distante buenos días. Todos presurosos por llegar a cumplir con el turno.

Era día de tianguis, justo el momento de romper la dieta y de probar un antojito mexicano – Toda la semana cuidarse, desayunar cereal, comer verduras y todo siempre a tiempo. Mmm hoy tenía ganas de comer unas quesadillas, unos sopes, hasta unas migas tan deliciosas. Doña Ofelia, la que las preparaba, las preparaba con tanto amor y cuidado, que tal parecía que eran preparadas para cada uno de los comensales que la visitaban cada miércoles.

Nora y Cristina fueron a ver a Rubén: - Mi amor, ya es hora de que nos vayamos a comer – Rubén, estaba en la línea con un cliente, y al escuchar la voz melosa de Nora, sólo alcanzó a hacerles una seña de que lo esperaran, ultimó los detalles de la llamada, colgó y se alistó para salir a comer con sus amigas y compañeras del trabajo.

El tianguis estaba repleto de empleados de las aerolíneas, así como de toda clase de empleados referentes al giro aéreo. Fácilmente se podría distinguir a cada uno de los empleados por su uniforme y saber a qué institución pertenecía, e incluso hasta el rango.
Rubén y sus acompañantes habían degustado las migas; ellas además habían comido unos dulces mexicanos e invitaron a Rubén a que las acompañara a ver ropa en otro de los locales, sin embargo dijo que no, que prefería llegar pronto a la oficina para concluir unos pendientes. Al separarse de ellas, los cinco minutos que hacía del lugar donde comió a su escritorio se fue prolongando hasta donde el mismo Rubén creía sentir los latidos del corazón y hasta las respiraciones de las personas que se encontraban cerca de él. Los minutos se iban ensanchando, y los segundos también, hasta donde creía poderlos, no solo contar, sino asirlos, de manera tangible. Dio una mirada de soslayo y vio a todos sus compañeros comiendo, riendo, comprando, platicando, otros distraídos viendo objetos. Todo era lento que hasta creía poder contar los pasos de cada una de las personas que veía. Dio una mirada hacia el edificio donde laboraba. Sintió que el edificio estaba cerca y distante a la vez. Al dar unos pasos, sintió una rápida y ansiosa corriente de aire. En cuanto parpadeo, una persona con una maestría inusitada le arrebató, con velocidad extraordinaria el teléfono, la cartera y hasta los dulces que llevaba en la mano. Rubén se volvió para mirar a ambos lados. Por un lado la gente yacía como en un aletargamiento, estaba suspendida, detenida; observaban sin observar. Por otro lado el edificio se alejaba y se acercaba sin poderlo evitar. La corriente de aire esta vez se despidió. Él se quedó en la calle, de pie, confundido. Casi hipnotizado cuando un respiro lo volvió a la realidad. El edificio estaba a unos pasos de él, y por el otro lado la gente que antes miró detenida, ahora cobraban movimiento y naturalidad. Algunos sin percatarse de lo ocurrido, otros quizá indiferentes, y unos que sí lo habían visto todo se preguntaban entre sí:
-que lo habían visto y no lo podían creer-
-que uno sale de su casa y no sabe si volverá-
-que todos estamos expuestos-
-que a cualquiera le puede pasar-
Rubén sintió en ese momento un gran vacío, una gran soledad. Todos murmuraban, pero no hubo una persona que se acercara a él para preguntarle si estaba bien o si necesitaba ayuda.
Al llegar a su oficina y queriendo desahogarse les comentó a sus amigas, que no le creyeron – Si apenas lo habían dejado, cómo iba a ser posible – hasta que les pidió unos pesos prestados, habló al banco para reportar el robo de sus tarjetas e hizo una llamada más a al compañía telefónica para bloquear y dar de baja su teléfono celular.

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Octavio

¡Qué lata! Toda la mañana sin un cliente, todos parecían muy listos o muy pobres, pues ya pocos usaban cadenas, relojes, esclavas. Ni quien pudiera dejarse robar. Eso pensaba Octavio que desde hacía cuatro años no encontraba trabajo. Lo habían despedido de la empresa donde laboraba como auxiliar contable. Para despedirlo, le argumentaron mil errores que no cometió, pero que no pudo rebatirlos por falta de información. En la empresa lo etiquetaron como no recontratable: falta de probidad. Salió de ese lugar con la moral hasta el suelo y con el cobro de la quincena y poco a poco lo ahorrado y las quincenas bien administradas y la buena planeación se esfumaron así como llegaron las deudas y el alquiler del departamento donde vivía aumentó, mientras que se empezó poco a poco a deshacer de sus muebles y objetos de valor. Sólo quedaron su cama, unos cuantos trastos y un minicomponente en mal estado. De los trajes y las corbatas ni acordarse.
Un día, hambreado, y en un arranque de ira con la sociedad por haberlo expulsado de su bienestar, cayó sobre un transeúnte, el cual sin más que esperar se quitó los lentes, una esclava, y dinero que poseía y se los dio. El transeúnte a cambio pidió, que no le hiciera daño, y él, el único impulso que tuvo fue de tomar los objetos e irse a paso rápido, siguiendo el camino que llevaba. Su corazón latía a prisa, sudaba, sentía las miradas de todos: de la gente, de Dios, del diablo. No alcanzaba a entender qué había sucedido. Sólo quería reclamar, no asaltar. Lamentaba su mala suerte. Echó un vistazo a la cartera y traía dinero: suficiente para comer a gusto ese día y pagar la renta antes de que le pidieran pidiéndole el cuarto donde ahora vivía.
El ayuno de tres días lo desganaba. Él, que antes era fuerte y robusto, había bajado de peso y este sabor amargo que sentía en la boca, que no se le quitaba por nada, hacía que viviera otro arranque de ira. Sólo se suavizó un poco, por que la noche anterior entró al metro pidiendo una caridad, más ninguno se conmovió más que el pinche jotito que estaba en el último vagón, no sabe si le dio lástima o qué, o ¿le habré gustado? Nel, no soy puñal, je, pero bien amanerado, bien finito, su pielcita como de papel y muy modoso y muy frágil, el muy cabrón me extiende la mano y me da el lunch que no se quiso tragar ese día: una naranja, una manzana, un yogurt y una torta fría, y todavía me dice el muy cabrón: están limpios, no los toqué. Sus ojos expresivos me daban más que sus manos que extendían la bolsa con fruta. ¡Pinche jotito! Estaba bien bonito. En ese momento el reflujo amargo había llegado otra vez a su boca, y no aguantó más. Se levantó, se puso el pantalón, se medio echó agua en el rostro y en los cabellos pegajosos. Tenía una loción que se había robado de un auto cuando en alguna ocasión se lo dieron a guardar, una vez que intentó ser viene-viene. Pero le dio vergüenza, tomó el dinero que había para cambios y la loción y dejó las llaves pegadas en el carro y muy digno se marchó, se aplicó la loción y salió de su cuarto.

Tenía hambre, sed, sueño, angustia, enojo, tristeza, pesar, rabia y de momento vio hacia los edificios de las aerolíneas, afuera de los hangares del aeropuerto. Un transeúnte despistado, caminaba con mucha lentitud y miraba a ambos lados, hacia el tianguis y hacia su edificio. Ese fue el motivo decisivo para que Octavio le tomara inquina, pues iba bien vestido, perfumado, con teléfono móvil y además había comido. Fue caminando hacia él con paso rápido y en un dos por tres le arrebató el teléfono, le quitó la cartera y hasta los dulces que llevaba en la mano, para que se le quitara lo pendejo. Además él no perdía mucho, tenía trabajo y en unos dos o tres días se recuperaría.

Octavio caminó muy propio y dueño de sí. Muy satisfecho y no hubo quien lo detuviera, al contrario le abrían el paso.
Al llegar al final del tianguis, revisó el botín, abrió el teléfono, desprendió el chip y lo tiró al agua sucia, el teléfono estaba cargado y parecía nuevo. Pidió unas quesadillas, sintió sed y se le antojaron dos cervezas, volvió a ver el botín y se percató que traía muy buenas ganancias, y suficiente efectivo, tanto como el que él cobrara cada quincena.
Entró a la cantina pidió dos cervezas y también la botana. ¡Era tiempo de celebrar!

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Prueba de fe

Adelina era una mujer muy piadosa y encaminada a llevar una fe inmovible, en sus años de adolescente, al llegar a sus XV años, sorprendida por un letargo de amor a Dios, de fe y caridad ingresó a un convento, del cual se esperaba que saliera toda una religiosa hecha y derecha. Todo un ejemplo de vida. Más no sucedió así. Y fue repudiada por cada uno de sus conocidos y benefactores, aunque en silencio, y desde entonces le estuvieron poniendo el dedo en la llaga con la molestia del matrimonio:
--Cásate, hija mía, cásate.
--Búscate un hombre que te haga feliz, que te lleve al altar.
--Búscate un hombre que se dedique a ti y que te colme de hijos.
--Ya cásate, ¿a poco te piensas quedar para vestir santos?
--Cásate, mujer, o qué acaso, no te gustan los hombres,
--Si te quedas sola, qué vas a hacer, entre otras. –-
Idea que Adelina le parecía si bien romántica, mágica y lejana, también le horrorizaba ya que no era lo que ella deseaba para sí misma. Le agradaba la idea de casarse, pero eso de ser la sirvienta, la enfermera, la abnegada y la sumisa de su marido, distaba mucho de la realidad. Era insurrecta por naturaleza. Era soñadora, se imaginaba disfrutando de la vida, de las cosas, de todo. No quería ser de todos los hombres, es más, ni de uno, quería ser de ella, solamente.
Había sido expulsada del Convento de las Madres del Santísimo Sacramento, por llevar una vida holgada, y querer vestir prendas cortas y escotadas. Por preferir zapatillas de tacón alto. Por reír en voz alta, y por no quererse confesar cuando el padre maestro y espiritual que las asistía las visitaba. Sencillamente le pidieron que hiciera un examen de conciencia y que revisara su vocación, para saber si en verdad quería estar consagrada al servicio de la iglesia y al amor a Dios. Con eso terminó su carrera al servicio de Dios y de los necesitados.

Su madre doña Conchita, era terminante en asuntos de la fe y de la religión. Nadie la haría cambiar que la mejor y única opción religiosa existente era el catolicismo. Sólo ellos estaban bien y los demás, los otros, estaban mal. En alguna ocasión discutiendo con otros cristianos piadosos no católicos y calentados los ánimos, ambas se gritaron:-- pues nosotras seguiremos pasando mientras Dios nos lo permita--- y Conchita, contestó tan hábilmente como era: -- pues nosotros les seguiremos cerrando las puertas mientras Dios nos lo permita. Y de un portazo se terminó la conversación sobre si la Virgen María es Virgen o no es Virgen, si después del nacimiento de Jesús, siguió siendo Virgen, en si tuvo más hijos, o ya no, etc. Y en cual de ambas religiones es la verdadera y cual es la falsa, como si Dios aprobara a unos y destituyera a otros.

Doña Conchita indignada por la salida de su hija del convento, cargó con su cruz y se dedicó a la oración y le ofreció ese sacrificio a Dios y a la Santísima Virgen y a san Judas Tadeo. Ofreció sus confesiones para poder iluminar a su hija y que ésta volviera al buen camino reingresando al convento a tomar los hábitos.
A diario se rezaba en esa casa, a diario se expiaban los pecados, se consolaba a los miembros de la congregación, así como algunas obras de caridad, se pedía por los demás y hasta por las ánimas benditas del purgartorio. A diario se vivía una fe inmensa en ese hogar.
Hasta que un día Adelina, reencontrándose con su amiga de Lucila, ex compañera suya expulsada del convento, se miraron de lejos y al acercarse se vieron con un entusiasmo inusitado, a partir de entonces se siguieron frecuentando y su amistad perseveró a tal grado que se volvieron confidentes e íntimas. Todo se comunicaban y sólo ellas se sabían sus errores y sus aciertos, y con base en eso decidían que era lo mejor para la una y lo mejor para la otra. Cada vez que se encontraban se daban cuantos halagos podían y se imitaban la una a la otra. También se la pasaban envidiándose una a la otra, lo que cada una poseía. De esa forma se entendieron y así siguieron con su amistad. En el trasfondo lo que sucedía es que solo se tenían la una a la otra.

Doña Marthita, la madre de Lucila, siempre fue tan parecida de carácter a Doña Conchita, que parecían hechas a mano, y del mismo molde y de la misma mano. Ya que en los incidentes que ambas tenían se agredían a las hijas, por no agredirse ellas y ellas salían ilesas del incidente. Doña Marthita decía que Doña Conchita:-- nomás andaba de chile frito en la iglesia y dándose golpes de pecho y no atendía a sus hijos y a su marido como Dios manda-- y agregaba: --qué a poco Dios le dijo, dedícate más a Mi que a tu marido y a tus hijos? --y afirmaba-- por eso el marido la dejó, porque no fue lo suficientemente mujer para su hombre. --Y remataba: -- ya ves, ni gasto recibe, pos pa qué, si no hace ni de comer, vieja chirriona, nomás anda tragando santos y cagando diablos. Si Dios no pide nada, ni quiere nada, qué le va a andar haciendo falta a Dios lo que esa vieja le pueda dar con sus rezos y sus santurronadas. No más anda haciendo lo que ni debe. Que cuide su casa, que cuide a sus hijos.

En lo que Conchita, replicaba que:-- Dios habría de condenar al fuego eterno a Doña Marthita, por ser una alejada de la fe y de Dios, y que por eso la hija le había salido tan descocada y argumentaba que si su hija había sido despedida del convento era porque (Adelina) era una descarriada que sólo había sonsacado a su hija que era toda una santa, todo un modelo de virtud y que por esas malas compañías el diablo se les había metido y las había alejado del verdadero camino.-- Guerra eterna entre ambas contrincantes que no llegaba a nada. Aún así ambas mujeres se invitaban constantemente, y hacían gala de la diplomacia que a ambas las caracterizaba para insultarse y seguir mirándose a los ojos con caras de beatas, pero prohibiéndole a las hijas que se frecuentaran, solicitud que no prosperó.

El conflicto entre las madres, lejos de separarlas, las unía. Pretestaban la fe que las juntaba y se contaban sus intimidades, más ahora que doña Conchita se había enfermado de gravedad y los males renales, la diabetes, la anemia y demás enfermedades, la habían asaltado como un mendigo a un millonario, y la habían agobiado.
-- Ay mana, ¿a dónde vas tan presurosa?
-- Voy a la iglesia,
-- Pero hoy es jueves, a qué iglesia vas, o qué va a ver, o ¿a qué vas tan apurada?
-- Voy a la Iglesia de San Hipólito, al centro. A cumplir una manda.
-- Ah, una manda, ¡qué piadosa eres, por eso te quiero tanto, manita!
-- ¡Ay ándale vamos, para que no vaya sola!
-- Je je, no, ya ves que yo a una iglesia no me paro, ya ves que soy una pecadora, no me vaya a caer un rayo, yo que soy una mala mujer. Si ves que hasta del convento me corrieron. Yo que me he alejado tanto de la Santa Madre Iglesia, yo que soy una hija mala.
-- No digas eso, ya ves que Dios, nos quiere a todas por igual, y siempre nos está esperando con los brazos abiertos, ya ves que los caminos hacia Jesús son escabrosos, son impredecibles y sólo Él sabe las pruebas que nos pone para llegar a su amor.
-- Sí, --en un suspiro-- pues eso dicen. Dicen que nos quiere a todas. Pero ¿a qué vas a esa iglesia?
-- Ah es que cada 28 de cada mes se le celebra a San Juditas Tadeo, y voy a darle las gracias, mana. Es por mi mamá, ves que estuvo muy grave y me la salvó. Se la encomendé y me la dejó para que siga viva, y yo viéndola y atendiéndola, como ella se lo merece, ya ves que hasta los amantes dejé, ya ves que ellos nada dejan.
-- Ay como eres, no digas eso. Si tú eres bien santa, eres muy buena. Que no hayamos encontrado el amor, eso es otra cosa. Y ay, ojalá y tu San Juditas de veras sea tan milagroso, y me conceda un hombre, pero que sea un gran hombre de esos que hacen tanta falta.
-- Ja ja ja, ay qué ingrata eres al desconfiar de San Juditas, y ponerlo a prueba, acuérdate que él es el abogado de las causas difíciles y de los desamparados. Pues te lo aseguro, no te va a conceder un hombre, sino a tres, vamos a la iglesia y ya verás, ya verás.
-- Mmm pues pago por ver
-- Si no te hace el milagrito, yo te invito una cera para que se la pongas pero ya no a San Juditas sino a San Antonio. Pero estoy segura de que será a San Juditas, ya verás, él es un gran santo, él es muy cabrón y no se va a dejar que otro santo le tumbe su lugar.
-- Bueno, vamos y veremos.

Al llegar al centro, salieron por la esquina de la estación del Metro Hidalgo, que da a la iglesia de san Hipólito, y se encontraron de frente con la loza que fue sacada de su lugar de origen porque según un piadoso dijo haber visto la aparición de la virgen del metro, una silueta que por el paso del tiempo, la humedad, y otros agentes, redundó en una imagen muy parecida a la guadalupana.

El lugar estaba hecho una verbena popular, se vendían frutas, buñuelos, pambazos, tortas, pozole; imágenes en estampas y de bulto; listones, rosarios, agua bendita y sin bendecir, según la necesidad del cliente y demás reliquias.
Por el otro lado, los piadosos y beneficiados de los favores concedidos por el Santo, regalaban a sus confeligreses: tortas, listones, escapularios, dulces, paletas, y demás artículos para honrar al patrono de los necesitados, y congraciarse con la hermandad. Otros más opulentos y más desprendidos, llevaron mariachis para honrar, así como grandes ramos de flores que mas que halagar al santo se agasajaban ellos, al ver como la gente los miraba, por el gasto ostentoso y suntuoso que habían realizado.

El sacerdote en turno a oficiar el servicio, vestido de gala y listo para comenzar la misa de 8, se desesperaba, ya que no podía negarse a que se le rindiera culto al santo, sin embargo le molestaba y lo comentaba con otros fieles dentro del templo, que debieran tener consideración de que el servicio no puede esperar, sin embargo, no le quedaba otra que esperar a que el mariachi terminara las canciones por las que había sido contratado, y éste a su vez se consolaba con que algún devoto le hiciera caso. Entre cuchicheos algunos de los fieles aprobaban lo que el cura decía, otros lo habían criticado, otros se hicieron los que no escucharon, ignorándolo y otros, de plano, le habían dicho que se dejara de mamadas, si todo lo que tenían era gratis y todavía se ponía al pedo.

El transcurso de la calle al templo, hasta los pies del santo, en días de fiesta, se hacía en dos o tres horas, ya que todos los fieles, querían pasar a rendirle pleitesía al santo patrón, algunos venían de lejos, otros de los barrios cercanos, y todos cargando sus imágenes en memoria y veneración del santo benefactor. Era una multitud que se congrega imparable todo el día. Ni el partido político más taquillero y en su mejor momento tenía tantos adeptos que iban por su propia voluntad como San Judas Tadeo en los días 28 de cada mes.

--¡Cuanta gente, no pensé que hubiera tanta devoción por San Juditas, mira como se arremolina la gente, qué barbaridad! --Se admiraba Adelina.
Su sorpresa no había acabado, cuando un mar de gente las separó a ambas, que ya llevaban sus veladoras, y sus listones, y toda la gente con la necesidad de entrar al templo se agitaban, lloraban, se empujaban, reían, unos se gritaban insultos, otros eran más directos, y se intercambiaban mentadas, el caso era llegar primero que los demás al altar del Santo, y poderle rendir pleitesía. Darle las gracias y ofrendarle el tributo requerido.
Los devotos del Santo, también en deuda, ofrecían a los demás concurrentes, tamales, dulces, paletas, listones, escapularios, ceras, veladoras en el trayecto, el chiste era cumplirle al santo a toda hora y a todo momento y que mejor el día de su fiesta, para que estuviera mas contentito.

Dentro de los apretones y empujones, Lucila y Adelina, las amigas, fueron separadas y por más que quisieron volverse a juntar, no lo lograron hasta que finalmente llegaron casi al altar, junto del cura que se quejaba porque no lo dejaban oficiar.

En el trayecto a Lucila le había tocado un listón verde, que no supo ni cómo llego a sus manos, y luego un escapulario que al aventarlo a otro fiel le había caído en las manos a Adelina, y solo se escuchó, que el despojado dijo: --órale, carnal, pásame otro, vez que esa pinche ruca ya me conejió mi escapulario, chale, pinche vieja culera.-- Adelina, por más que quiso devolver la prenda, no pudo por los empujones y siguió su camino.
Lucila, la buscaba con la mirada y la trataba de atraer hacia ella, para que no le pasara nada, en ese inter Adelina sintió unas manos que le tocaban la cadera, primero como roces, luego con suavidad, y finalmente con más fuerza.
Al principio quiso resistirse y hacer lo de otras: abofetarlos, devolverles el insulto o enfrentarlos, pero en realidad le había desconcertado lo que sucedía; se encontraba en un dilema; y se resistía por un lado y por otro se dejaba llevar. Cuando continuo su marcha y el toqueteo se incrementó sintió que otras manitas también la circundaban, dio la vuelta y eran tres muchachos que llevaban muy piadosos sus imágenes de san Juditas y que también se iban drogando, la miraron y con sus miradas inocentes, ausentes y sus sonrisas de camaradería le sonrieron. Sus toqueteos se hicieron suaves. Ella se volteo queriendo que ellos siguieran y que nadie los viera. Sin embargo desde lejos otros fieles y entre esos Lucila, la observaban desconcertada por lo que veían. No lo podía creer, su amiga, la santa, la correcta, se estaba dejando manosear por tres desconocidos y dentro del templo, frente a los ojos santísimos de Dios y de San Juditas. La gente de al lado solo miraban y nada decían, quizá tratando de disimular o bien importándoles poco lo que suceda a su alrededor, argumentando que:-- Mientras a ellos no los toquen que el mundo ruede.--

Adelina, sudada de emoción, de placer y daba gracias al santo de los necesitados: su milagro se le había concedido. Retar a San Judas no iba a pasar inadvertido. Quien iba a decir que en pleno templo se le habría de conceder el milagro. La contraparte era que le dolía en el alma, pues se sentía sucia, indigna e inmoral al estar sucediendo esto dentro del templo,

Lucila, admirada caminó hacia el cura que no hacía otra cosa que protestar y poner su cara de santo, pero de momentos se emocionaba con el mariachi y hasta llegaba a medio tararear alguna de las canciones.

Adelina, con las manos de los chicos sonrientes que no la dejaban, dio unos pasos adelante y alcanzó a Lucila, esta a su vez le reprochó que hiciera sus cochinadas en la iglesia. A lo que la suplicante del milagro dijo: --pues no te eches para atrás, tú me dijiste que San Judas es muy milagroso y me habría de dar a tres hombres y aquí está el milagro hecho.--

Ahora vendré cada 28, a traerle sus listones a San Judas Tadeo.

lunes, 30 de junio de 2008

Asalto en sábado

Ya las aves trinaban despertando y comenzando con su vida matinal. El alba estaba a punto de clarear. Ya se medio dibujaban las nubes en el cielo y de momento un respiro prolongado entró por la boca de Fermín que aún soñaba y estaba sumergido en profundo descanso. Se movió de un lado hacia otro tratando de descansar y seguir amodorrado en la cama.
En un instante comenzó a clarear y los rayos del sol entraron con tenue suavidad por la ventana, que tenía una cortina que era fijada por un cordón de un lado hacia el otro, y dejaba huecos donde los rayos del sol entraban y salían a capricho.
Uno de esos rayos tocó el rostro relajado y tierno de Fermín, obligándolo a despertarse lentamente, aunque quiso no despertar y deseaba taparse el cuerpo completo con la cobija, más no resistió el deber de levantarse y saber como autómata cual era su camino para ese día. La jornada del día sábado.
En eso estaba cuando Pablo, jaló la cortina que servía de puerta entre habitación y habitación y le dijo con voz enérgica:
--Levántate chamaco que se nos hace tarde. Ya la obra está bien avanzada. Tu madre ya tiene los frijoles en la mesa y tú sigues acostadote, cómo se ve que no tienes obligación de nada.
Fermín, apurado por la voz que le suministró la energía que no tenía, sólo alcanzó a responder que ya estaba listo, se apuró a medio tender la cama y calzarse los zapatos, corrió hacia el espejo de un tocador viejo, que carecía de una pata, que fue sustituida por un tabique. Se miró, se frotó los ojos, tomó el peine, se dio un gesto de complicidad y admiración con su reflejo, y salió a enfrentarse a su vida.

Pablo yacía comiendo como desesperado los frijoles con tortillas y café negro. Mientras María hacía hasta lo último en rogarle y recordarle que los hijos son tan diferentes de los padres y siendo o sumisa o una partidaria del orden impuesto en su casa por su esposo, quedaba entre la espada y la pared, tanto de apoyar al marido así como de disculpar al hijo:
--¡Ah qué niño este, cómo se tarda!… y tú con tus apuraciones. Aprende a esperar a los hijos, aprende.
-- Mmm parece señorita, se tarda mucho, pero me hace falta, ai que me alcance, yo no espero a nadie, ya me conoces.
Pablo salió de la casa dando unas largas zancadas, tomó su mochila de herramientas y su sombrero, al mismo tiempo que su cuaderno de notas y diciendo que no esperaría más a ese haragán.
Decidido, fue rumbo a la estación del pesero, donde tenían que caminar cerca de 12 cuadras para ir rumbo a Iztapalapa, ya que si hubieran querido ir al centro o hacia otra parte de la ciudad (de México), en la misma esquina pasaba el pesero que los llevaría a la estación del metro indios verdes.
María, con la angustia del marido que se va, y del hijo que aún no sale, alcanza a darle al hijo un jarro con café y unas tortillas Le da de almuerzo para el camino una manzana, una naranja y un plátano para compensar el bolillo y los frijoles con epazote que no desayunó.
-- Anda hijo, vete pronto, que tu padre, parece que le van a dar herencia, ya ves cómo es. Mira que sale disparado y no espera a nadie, ojalá lo alcances en el pesero.
-- Sí, siempre me hace lo mismo, siempre me deja solo, -- dijo Fermín, en tono de reproche.

María acabó de sacarlo de la casa y darle la fruta en una bolsa y entre rezos, bendiciones y alabados lo acabó de despedir. Mientras Fermín corría como desesperado para ir al alcance de su padre, y de que no lo dejara, ya que no llevaba un peso, y entonces tendría que o irse caminando o regresarse a su casa, y en la tarde que su padre llegara se las arreglaría con él.
Entre jadeos y respiraciones agitadas llegó junto a su padre y éste sólo alcanzó a decirle entre dientes:
--Al fin saliste de la casa, chavo.

Ya en el microbús, todos sus pasajeros eran trabajadores, unos llevaban podadoras, otros jaulas, otros herramientas, otros sus brazos y sus ganas de trabajar y terminar la semana y sólo Fermín llevaba su fruta, acompañada de dulces sueños y de añorar aunque sea un día a la semana de descanso laboral pero sobre todo un día sin regaños. Sentados en el penúltimo asiento, junto a una señora gorda, morena, de pelo corto, lacio, que llevaba unas bolsas vacías y un viejo mugroso, desdentado, que le hacía compañía; éstos, platicaban de poner una florería, de trabajar más y de salir adelante. Fermín se sentó junto a la ventanilla alcanzó a recargarse, quiso cerrar los ojos y darse una pestañita, y de echarse su pedito mañanero, pero se cohibió. Notó que sus vecinos los miraban de reojo, como escudriñándolos, como risueños; en ese inter su padre lo comenzó a sermonear y no lo dejó en paz hasta que bajaron del microbús en la Colonia Moctezuma: --póngaseme almeja, no sea usted pendejo, levántese temprano, ya sabe que yo no espero a nadie, y cuando usted crezca más. Se me tiene que volver un hombre de trabajo. ¿O qué acaso quiere andar como esos desperdigados que nomás andan de flojos y de baquetones? ¿Que andan sin hacer nada nomás rascándose la panza? ¿Me está oyendo? ¿Al rato que tenga mujer i hijos que va’ cer? Lo quiero listo, listo, listo y feliz como una lombriz.

Abordaron el siguiente microbús que decía Chalco Amecameca, y le dijeron al chofer que los bajara en el canal de san Juan. Ya en ese lugar, hicieron fila otra vez para abordar el colectivo que los llevaría a su fuente de trabajo, una obra gigantesca de más de mil edificios en Chinampak de Juárez, mismos que habían sido inaugurados por el Regente. A esa hora, ya era una romería el lugar, había combis y taxis colectivos por doquier dando servicio a los trabajadores que llegaban apurados para comenzar sus labores. Unos de albañiles, otros de carpinteros, otros de pintores, otros de herreros, de afanadores, de electricistas, etc. Las mujeres se daban prisa por ir por el mandado, unas llevaban las jarras y los vasos, otras cargaban bultos y bolsas, y eran acompañadas por sus hijas o por parientes. Ya por un lado olía a fritangas, a sopes y quesadillas, a tacos de guisado, a pan dulce y tamales de verde, mole, rajas y dulce. Otras preparaban los jugos de naranja y zanahoria y las pollas con jerez. En un puesto de esos se detuvo Pablo, y Fermín, distraído, siguió caminando, cuando vio que su papá se había quedado en el puesto se volvió hacia él, para escuchar el regaño: --mírelo, no se fija ni por donde anda, trucha, mi chavo, trucha.-- En ese momento le pidió a la mujer que preparaba los jugos que le preparara uno de naranja, y al tomárselo y pagarlo, le dijo a Fermín que si no quería uno, éste dijo que no, que llevaba fruta.

Era sábado y el jornal terminaba a las 12, era día de raya.

Abordaron la pecera que decía Frente 6 y Frente 7, y apretujados, el cacharro hizo caber 16 almas dentro del colectivo, y entre el aroma a cama y sobaco que fueron soportando, llegaron a su destino, era temprano, cerca de las 7.42 am y Pablo urgido por comenzar a trabajar, guardó silencio se cambió y se fue a dar instrucciones a los demás jornaleros. Fermín hizo lo propio. Su ropa de trabajo aún estaba húmeda del día anterior, y así se la puso, la sintió fría más con el paso de los minutos la tela se fue calentando con el calor humano de su dueño.

El ir y venir de los trabajadores en la obra mantenía a todos ocupados, sólo uno que otro se detenía a saludar o daba una señal de saludo a sus conocidos. A eso de las 10 de la mañana, Pablo se encontró con unos conocidos y la charla se comenzó a prolongar, esperó a que llegara el Arquitecto Manrique, y el Contratista General Juan López, conocido como "El Bigotes", que le dejaron la raya de sus trabajadores; y los trabajadores, poco a poco se comenzaron a reunir. Mando a un chalán por cervezas, porque el pulque no le gustaba, se ufanaba en decir que eran babas de perro.

Mandó llamar a Fermín y lo encargó con Crescencio, un oficial de carpintero venido a menos, flacucho, moreno pálido y ojeroso, lampiño, y su forma de hablar era el del clásico ñero y como particularidad no usaba cinturón, se amarraba el pantalón con mecate de ixtle, llevaba unos zapatos viejos, y una camisa a cuadros, con un morral que alguna vez llegó a cargar herramienta. Se le había ocurrido a su padre que Fermín lo llevara a su casa para que allá le diera un cepillo que tenía de tiempo atrás, cuando una vez se lo fueron a empeñar y no volvieron ni por el cepillo, ni a devolver el dinero.

Mientras Pablo regañaba constantemente a Fermín, a sus espaldas se enorgullecía de él, era todo un ejemplo de orden, era un hijo modelo y perfecto, no daba problemas, los que tenía los resolvía, era madrugador, honrado, también era austero, obediente, respetuoso de los padres, no exigía nada, bueno, bueno, casi como él quería llegar a serlo, sin duda su Fermín llegaría a ser un gran hombre. Y en tono ceremonioso, en parte luciéndose delante de los trabajadores, le dio instrucciones:
--Mira Fermín, te me vas a la casa derechito, te llevas al Señor, y le dices a tu madre que le de el cepillo, ese que llevó a empeñarnos don Pedro, viejo chingado que no nos dio ni el saludo, y se lo das. Y allá en casa te quedas, le dices a tu madre que yo llegaré más tarde.
--Crescencio, váyase con mi hijo, es mi chavito y es de mucha confianza. Que lo lleve a casa y que le den a usted el encargo, y solo le doy media raya y lo que falta se lo descuento de la raya de la próxima semana.
Entre la unidad de los Frentes 1, 2, 3, 4, 5, 6, y 7, y la Calzada Zaragoza, era un trecho muy largo, había un llano que los separaba a ambos, además de una ciudad perdida y una unidad deportiva. Atravesarla les llevaría un buen tramo pero no importaba, contaban con tiempo y además ¿qué les habría de pasar? A menos que les saliera una liebre o una víbora ya que no se veía ni alma por el rumbo, sólo el aire fresco de un día soleado con algunas nubes en el cielo que daban una sombra grata. Todo indicaba que era un día tranquilo.
Crescencio decidió que caminaran por el llano, hasta encontrar la Calzada Zaragoza y evitarse la molestia de gastar en el pasaje suyo y el de Fermín, y comenzaron a adentrarse en el llano, y vieron unas casitas a lo lejos, que parecía una ciudad perdida pequeña, hecha de casuchas de cartón y de lámina y palos y que no daba rastros de vida y ni menos de que fueran habitadas y se dirigieron hacia allá, como buscando compañía. Caminando entre el polvo y el zacate del camino. La charla entre el menor y el oficial de carpintería trataba de que si el cepillo estaba en buenas condiciones, como para asegurarse de que era una buena adquisición la prenda, de qué tan nuevo era, de si era de marca y de cuanto tiempo se tardaban en llegar a Ecatepec, y que si su papá era buen trabajador.

En esas andaban, cuando al instante les brincaron al cuello, tres jóvenes, que estaban agazapados entre las hierbas y el zacate del campo, los tomaron a cada uno de los caminantes, el más gordito de los tres, tomó a Fermín del cuello y de la espalda, y le puso una navaja de un corta uñas al cuello, y le dijo que era un asalto –- a ver pinche chavito, cuanta lana traes, y no digas que no, si acabas de cobrar--. A Crescencio lo tomaron los otros dos por la espalda y por los pies y le dijeron que les diera el dinero que llevaba, les pasaron báscula, pero no llevaban gran cantidad de dinero. Fermín, no cobraba hasta su casa, cuando su mamá obligaba a su papá a que le pagara a su hijo, y que no se encajara porque lo viera chiquito. Crescencio llevaba medio jornal de la semana, y el dinero de la tanda, a la que le había entrado con sus cuates de la pulquería, pero lo llevaba en el zapato izquierdo, por eso cuando lo agarraron, y le quisieron quitar el dinero, no le encontraron más que 20 pesos para el pasaje. De momento se puso a gritar como loco, y se les soltó a sus opresores y corrió hacia la ciudad perdida que constaba de una hilera de 20 casitas de cada lado, y fue gritando: Enrique, Enrique, Enrique. Con una voz de terror y desesperado. Gritándole a su primo y oficial de carpintero también, que por supuesto era imposible que lo oyera, pues estaba en la obra. Ante el asombro y desconcierto de los asaltantes y de Fermín, soltaron a éste y al no encontrarles un botín que valiera la pena, se echaron a correr, pero de manera equivocada corrieron hacia la ciudad perdida, de donde salieron sus ocupantes, preguntándose a gritos qué pasaba, la confusión se hizo en un santiamén. Los delincuentes, que eran hermanos los tres, fueron alcanzados por los habitantes de la ciudad perdida, y fueron llevados hacia donde se encontraba Fermín que se quedó paralizado, y no se movió, sólo dijo a las personas que se le acercaron que los habían asaltado y pensaron que Crescencio era su papá.

En ese momento, llegó un hombre joven, acompañado de otros, al parecer líder del grupo y preguntó muy propio y con voz firme qué había pasado, las demás personas hicieron bola y todos hablaban entre sí y condenaban de hecho el suceso sin conocerlo previamente, solo del supuesto de un asalto, por voz del menor. Crescencio, antes altanero y soberbio, tomó una postura de víctima y le dio a su interlocutor un carácter de oidor, juez y ejecutor de la sentencia. Después de ser una persona tranquila y serena, en ese momento se transformó y se volvió un hombre cruel y se ensañó con los asaltantes, que fueron llevados a un cuarto de lámina de cartón, que era una vivienda de algunos de los presentes. Allí Fermín y Crescencio fueron llevados por los habitantes de la ciudad perdida, y encararon a los asaltantes, y el oficial de carpintero les recriminó el asalto, y les dijo que lo habían robado, que le habían quitado 2500 pesos de su raya, y al chavito 1700, también producto de su raya semanal, fruto de su esfuerzo y de su sacrificio. El ejecutor al escuchar semejante acusación, con todo el público que estaba en la apatía y que había llegado este suceso para darle algo de variedad al día, no esperó más, los encerró en la vivienda de lámina, y junto con otros cuatro acompañantes los golpearon, y les gritaban: rateros, ladrones, así mismo algunos de los de la bola, quisieron participar del escarmiento de los presuntos asaltantes, y se fueron turnando para golpearlos una y otra vez. Los asaltantes, en su inconsciente, se dejaron golpear, como aceptando que en verdad lo eran, y que estaban con esos golpes expiando sus culpas.

En ese momento, una mujer de las del grupo, de rostro moreno oscuro, con granos en el rostro, que le daban un aire de malencarada, y le reafirmaban su fealdad, de prendas entalladas, y con cara de media luna, de rasgos chatos, con voz aguardentosa y segura de sí misma, se acercó muy conocedora y dijo que era policía, y que no los golpearan en el rostro, pero que sí les pusieran su calentadita. Le comentó al líder del grupo, que llamaría a la policía y recordó el estatuto de que nadie puede hacerse justicia por su propia mano, y menos aún que tenía cerca a la autoridad, porque ella era conocida del Secretario de Seguridad Pública y amiga íntima del Regente, y había sido invitada a comer en la mesa de honor cuando el Regente (del que ella decía ser amiga íntima) los fue a visitar y les dio sus premios a la excelencia, ella con esas palabras se pavoneaba y daba a entender que era influyente.

La policía, llegó unos 15 minutos después de las observaciones de la mujer. Llegó una patrulla de la Delegación Iztapalapa, con tres uniformados. Bajó del auto un policía muy pulcro y luciendo el uniforme con gallardía, delgado, alto, de tez muy oscura, y de carácter agradable, y queriendo parecer más agradable y complaciente con los presentes. Preguntó con una inocencia qué había sucedido, y todos a coro, como si lo hubieran ensayado, dijeron: --un asalto, allí están los delincuentes – dijeron, señalándolos. El policía sonrió complacido, y preguntó qué se habían robado esos sujetos y a quienes habían robado. En ese momento, Crescencio tomó la palabra y se postró ante el oficial y dio santo y seña de lo ocurrido y de manera lambiscona y zalamera, dio las gracias formalmente a los que hacían bolita, ya que gracias a ellos, se estaba frenando un asalto, de no ser por ellos, hasta la vida hubiera pedido, dijo al representante de la autoridad. El oficial, hasta entonces suave y dulzón de la voz, se convirtió en un terrible e implacable ejecutor de la justicia, y dijo a sus dos compañeros, que tomaran a los sujetos que habían cometido el ilícito, y se les interrogó, delante de Fermín y de Crescencio. Fermín dijo que le habían puesto una navaja en el cuello, que lo habían asaltado, y tomado por la espalda. El oficial al escuchar semejante acusación, dio un par de puñetazos a uno de los asaltantes. Volteo a ver a Fermín y le dijo: Hijo. Te ves chico, ¿Cuántos años tienes? a lo que Fermín respondió: 15 años, Señor. Y el oficial volvió a dar sendos golpes a los asaltantes, cada golpe, era por el asalto, otro por robar, otro por la navaja, otro por asaltar a un menor de edad, y otro por pendejos y dejarse golpear. No sólo con esto, Crescencio dijo que les habían quitado su raya los 2500 pesos de él y los 1700 de Fermín. Todos pusieron cara de asombro y exclamaron una expresión de sorpresa. Uno de los policías no se contuvo y se fue sobre los asaltantes, les pasó báscula y efectivamente, llevaban esas mismas cantidades de dinero, además de una paleta para embarrar mantequilla y el corta uñas, es decir se les habían encontrado el cuerpo del delito. El suceso hizo ver al policía un salvador y protector de los desamparados y la gente pidió públicamente: Justicia, justicia, justicia. Los asaltantes dijeron que era dinero de ellos, de su trabajo mas los policías y los presentes no les creyeron, las cantidades eran idénticas a las que denunciaba uno de los ofendidos y eso se tomó por un hecho. Uno de los policías tomó el dinero y se lo guardó, dijo que lo presentaría como prueba ante el Ministerio Público, con la parte acusadora. Los asaltantes, fueron llevados al auto patrulla y allí mismo fueron golpeados a discreción sin ningún remordimiento. Al contrario, los policías gozaban tanto, que se turnaban para golpearlos, salían de la patrulla, y se sentían insatisfechos, y regresaban a golpearlos, dándoles codazos, y golpes en todo el cuerpo menos en el rostro.
Uno de los acusados, se refirió a Fermín y le dijo: --chavo, ese dinero no es tuyo, tú, la verdad no llevabas dinero, que no nos lo quiten, -- Fermín sintió temor, y que los colores se le subían al rostro, y se ocultó tras la mujer policía que los acusó de amedrentar psicológicamente a un menor, y los volvieron a golpear, hasta que el jefe de los policías decidió que era hora de llevarlos al batallón, cerca del CCH Oriente, para que allá se rindiera la declaración. Como los asaltantes habían resultado hermanos mandaron llamar a sus padres, y se les turnara después al Ministerio Público, ya que había parte acusadora y habían sido agarrados en flagrancia con todas las agravantes.

El oficial habló por la radio patrulla y rindió informe de los hechos, y que es lo que procedía, así mismo, todos fueron remitidos al batallón: asaltantes y asaltados. Los padres de los acusados fueron llamados, pero el padre no se presentó, sólo se presentó la madre llorando y no acabando de creer lo que sucedía, iba acompañada de la hija mayor, quienes al llegar al batallón muy apuradas, como empujadas por un ventarrón, se detienen, la madre pide a la hija que los buscara para comprobar si era cierto que estaban en ese lugar, al momento ella entra, los ve y recula y volviéndose hacia su madre y le dice:-- sí allí están, son ellos, están los tres, mamá.-- La madre hecha una dolorosa, se deja caer en un sillón, y gimotea, la hija, la consuela, y trata de averiguar, y se porta como si fuera abogada y aborda a un oficial para saber de qué se les acusa. En ese momento, los pusieron delante del batallón, y pasó cada uno de los policías, y les dieron patada y manazo. Es decir otra calentadita más, de las que ya les habían dado en la ciudad perdida.

Fermín y Crescencio rindieron su declaración ante el capitán del batallón, y de allí con las lágrimas de la madre, Fermín se condolió y le dijo a la mujer policía, que sólo los habían asaltado, pero que en realidad no llevaban dinero, que el dinero que les quitaron no era de ellos y la mujer respondió que ya la acusación estaba dada y que ahora se chingaba, o se mantenía en eso o se le volteaba la contrademanda por inventar delitos, y que además ya no podría dar otra versión de los hechos. Que ahora irían al ministerio público y que allí se darían las declaraciones. Y que no se podía por ningún motivo cambiar los hechos. Que topara en lo que topara. Y ya molesta por el desmentimiento de Fermín, dijo volteando a ver a la parte acusadora, y enérgica les reprochó: --¿qué acaso no pedían justicia? Pues se les está haciendo, no sean pendejos, ya ganaron. Verdad de Dios que ya ganaron, a ustedes hasta el Regente los va a llamar para felicitarlos. Fermín puso cara de susto y Crescencio sintió que lo premiaban, que le devolvían los privilegios que quizá en algún momento tuvo y hubo perdido. Su rostro altanero, adquirió un matiz de venganza y satisfacción.

Ya en el ministerio público, los recibió el encargado de la mesa 11, a quien se le turnó el caso, y conociendo los delitos de los acusados, desde allí a parte de ser Ministerio Público, se volvió juez y dijo, con estos 7 delitos, y más que los agarraron in fraganti, derechito a Santa Martha, y sin derecho a fianza, mi Capi—a lo que el oficial le respondió, pues se los encargo, eh?, por ahí viene su familia, y a ver que argumentan, ya ve usted que van a decir que eran blancas palomitas.

Los acusados pasaron a los separos del ministerio público, y los acusadores a rendir su declaración de los hechos, después de haberla hecho, más de 10 veces formalmente y de repetirla como periquitos a cuanta gente se las preguntaba, como queriendo saber más y más, y hasta el último detalle del suceso y ellos en el papel de víctimas y buscando consuelo a su desgracia, reiteraban los hechos, que unas veces eran de más y otras de menos.

Crescencio no dejó de repudiarlos ni un minuto, y se ensañaba inventando delitos, y poniéndose como víctima a todas horas, frente a los policías, la gente, los oficiales del batallón, ante el ministerio público y finalmente frente a la madre que no dejó un instante de llorar y de la hermana que no dejó un instante de pedir perdón a los ofendidos. Era un mar de saña, de dolor y lágrimas. Era un momento verdaderamente embarazoso.

En la casa de Fermín estaban muy preocupados, sobre todo, que era un jovencito responsable y serio y que en sábado habría llegado a la hora de la comida. María, salió a asomarse a la calle, como si tuviera vista telepática y pudiera con salir a la calle ver donde estaban su marido y sus hijos. Con la angustia en un hilo, y con el Jesús en la boca, comenzó a rezar primero un padrenuestro y luego un avemaría, que se acabó convirtiendo en un rosario con todo y letanía. La ausencia de Fermín causó terror, cuando a las 5.30 de la tarde, llegó Pablo, a medios chiles, y sin el hijo.
De entrada María lo increpó con dureza y desaprobación:
--Vienes borracho, ya ni la friegas. Solo eso te saben dar, en vez de que te den de comer, te dan cervezas para embriagarte. Y con la mirada escrutadora buscó desesperada al hijo, y no lo encontró. ¿Dónde está Fermín? De seguro lo mandaste por más cervezas.
--Qué lo voy a mandar ni qué nada. Lo mandé temprano con el oficial de los carpinteros, para que le dieras un cepillo. El que nos empeñó don Pedro. Y se lo diste o saliste como siempre, no obedeciendo mis órdenes.
-- Viejo borracho, qué vas a mandar al chamaco ni que ocho cuartos, no ha llegado, y se fue contigo y tiene que llegar contigo, ¿a donde lo dejaste? ¿Qué hiciste con mi hijo?
Pablo sintió temor y pensó que un accidente le habría ocurrido. Nunca faltaba a casa y menos que lo hayan enviado con un desconocido, se afligió más, y le dijo a su esposa: --ya es un hombre, lo mandé con otro señor, para que le dieras el cepillo, lo mandé desde temprano, para que se viniera a dormir, lo vi que no quería ir a trabajar en la mañana y se me hizo fácil regresarlo con un mandado, yo que voy a tener culpa si le pasó o no un accidente.
La pareja discutió toda la tarde, los demás hijos se fueron a buscarlo a sabrá dios donde, ya que nadie tenia idea de donde estaría o si le habría pasado algo, y más aún que apenas acababa de salir de la secundaria y que no conocía bien el rumbo de Iztapalapa.
Los hermanos así como fueron regresaron y nadie les pudo dar razón de donde estaba el muchacho. La madre lloró y decidió esperar, confiaba en su hijo, y confiaba en los santos a los que se los había encomendado, ellos no la defraudarían.
Pablo, ya ni comió, se quedó agüitado y triste, sobre todo porque se sentía culpable de que si algo le pasaba a su hijo, él sería el responsable. De la aflicción se le bajó la borrachera y mientras los hijos buscaban en la calle, ellos (los padres) decidieron esperar en casa. Él cubierto de pena y de remordimiento; ella de dolor y coraje por no tener un marido responsable que se dedicara a encaminar a los hijos.

Finalmente Fermín llegó a su casa a eso de las 12 de la noche del sábado, y volvió a rendir cuentas con su familia de lo que le había ocurrido, y tal y como habían sucedido las cosas. Había salido del Ministerio Público con su acompañante, pero Crescencio, sin despedirse ni nada abordó un colectivo y se fue sin rumbo fijo. Fermín no llevaba dinero y se tuvo que ir caminando de la Cabeza de Juárez hasta Ecatepec, ya que nadie le quiso dar un aventón, y él por vergüenza, no se atrevió a pedirlo más de un par de veces. Caminó toda la Calzada Zaragoza, hasta la Moctezuma y de allí cruzó hacia Oceanía, caminando hasta llegar a Ecatepec. Haciendo la ruta de diario, pero esta vez a pie. Había hecho casi cuatro horas caminando.
Fue recibido con besos y mimos de la madre, y el padre, solo lo miró y le dio un apretón en el brazo y un jalón de cabellos. Los hermanos lo miraron como si estuvieran viendo a un muerto que había resucitado y no alcanzaban a creer semejante historia de un asalto.
Cenó con avidez y finalmente se fue a dormir, queriendo descansar de todo el día y de esperar que no se volviera a repetir esto otra vez. Y antes de conciliar el sueño, alcanzó a escuchar: mañana nos levantamos temprano otra vez.