lunes, 22 de marzo de 2010

El salto del tigre

El salto del tigre
18 Nov 2009

-No dejes que te besen en la boca, porque te enamoran, -eso me dijo Georgette, cuando vio que un chico me besaba con mucha pasión, llegó de inoportuna, lo corrió y yo me quedé con las ganas de seguir y de que no solo me besara en la boca, sino también en el cuello, en los senos, en el cabello, en el sexo: de que me hiciera suya. Pero no, lo corrió, y él, apenado, sorbiéndose aún mis labios pidió una disculpa y se marchó. Sólo nuestras miradas se encontraron un par de veces hasta que Ramiro desapareció de la calle.

Vaya apoyo, -Al fin un hombre se me acercaba y no pedía permiso, ni se andaba con rodeos, y así de buenas y a primeras me lo corrían, como si los hombres llegaran de París, los trajera la cigüeña, o se dieran en maceta.- Y yo ya bien besada en la boca, y por qué negarlo, también muy enamorada de Ramiro así como también enamorada de Álvaro, Andrés, Benito, Julián, Guillermo. ¡Ah, de todos los hombres que me han besado! Y aunque a veces quisiera olvidarlos, no puedo. Todavía recuerdo cuando llegué a la fiesta de las González, y allí me presentaron; le dije a Azucena, me gusta el cieguito, ella rió y me dijo, ¿cuando dices cieguito te refieres al de los lentes? Pues sí, pues a cual habría de ser, sólo a él. Si es el mejor de todos. Su traje azul marino, su tez morena clara, sus manos grandes bellas impecables, su voz y esos labios gruesos que me comían al primer beso y ya me devoraban al segundo. Cuando Georgette lo apartó de mi, ya el éxtasis me corría por todo el cuerpo, y ya no quería desprenderme de él, sino fusionarme a él.

Hoy llegué a casa feliz. Me han invitado al cumpleaños de don Pedro López, sus hijas, las López lo celebrarán y me comentaron que irá Ramiro, el contador de don Pedro. Y allí lo veré, y entonces sin tapujos y sin bromas me le lanzaré como la mejor de las mujerzuelas y como la más sedienta de las mujeres, para qué ocultar que lo necesito y él me ansía tanto como yo.

Mmm y todavía recuerdo aquella ocasión que fui invitada a casa de los González, era el cumpleaños de don Juan González, sus hijas también lo agasajaron con una fiesta, y también Ramiro su contador no podía faltar. Allí estaba con su traje negro, esta vez, más galán que nunca, cenamos, bailamos y cuando el momento fue propicio nos escondimos y llegamos a la recámara y allí, yo Yolanda del Vivar, me porté como lo que quería ser, una mujerzuela, me desnudé a prisa y con coquetería, me tiré sobre la cama e hice la mueca como de fumar un cigarrillo, y lo miré diciéndole: ahora, ya sabes que tipo de mujer soy, ¡tómame o déjame! Me miró con ojos de lujuria y deseo, y como pudo se quitó la ropa, su respiración agitada, se puso frenético, su pulso alterado y esos labios que me devoraban a cada beso, cual sorbo de agua fresca a un sediento en el desierto. Y decidido se lanzó sobre mi. Me besó, me metió las manos bajo mi falda y apretó mis nalgas, me mordió y cuando le dije que siguiera se detuvo y dijo, recomponiéndose el saco y la corbata, es la casa de mi patrón y su familia y yo los respeto y te respeto. Se enderezó, recobró la entereza y me pidió que regresáramos con los demás a la fiesta. Yo sonrojada, porque me habían ofrecido respetos, y lo qué más deseaba era que me faltaran al respeto.

Días después les comenté a mis amigas y me dijeron que lo invitarían para que él y yo nos quedáramos a solas y nos pudiéramos gozar con libertad el uno al otro. Ya que a mí me urge, pues no se puede llegar quintito a los treinta y según sé de él, nunca ha tenido algo formal.

Ese día en la noche, cuando acabamos de ver la comedia, tomamos unos cafés y de habérmele insinuado tres veces, mis amigas argumentaron que les hacía falta pan y sin más miramiento, se calzaron los zapatos, cogieron el dinero, sacaron las llaves del bolso y con un guiño en el ojo, se marcharon; y como celebrando la victoria, nos dijeron: se portan bien.

Ramiro, en su ansiedad, solo alcanzó a esperar que bajaran la escalera y llegaran a la calle. En ese momento el hombre tímido desapareció. Era un volcán de pasión. En el vaivén de caricias me arrancó la blusa, me mordió los pechos y cuando menos me di cuenta la falda ya estaba en el suelo, quise correr de rubor hacia afuera y me metí premeditadamente a la recámara, me siguió, me cargó en sus brazos, me arrojó sobre la cama con antebrazos y me dijo: Ahora sí, mi vida, te voy a hacer el salto del tigre. Me repasó con sus labios todo el cuerpo y cuando ya me sentía lista, tomó impulso, y se arrojó sobre mi cuerpo que yacía en la cama esperándolo. De momento su cuerpo no alcanzó a llegar al mío y regresó de un brinco a donde estaba. Consternada le pregunté qué pasaba y me dijo: ¡Ay, me pegué en la frente! Entonces el encanto y la calentura desaparecieron, me levanté, me vestí y me puse a ver la otra comedia. Y me dije a mí misma cuando algo no es para ti, por más que le hagas la lucha.