miércoles, 3 de septiembre de 2008

Prueba de fe

Adelina era una mujer muy piadosa y encaminada a llevar una fe inmovible, en sus años de adolescente, al llegar a sus XV años, sorprendida por un letargo de amor a Dios, de fe y caridad ingresó a un convento, del cual se esperaba que saliera toda una religiosa hecha y derecha. Todo un ejemplo de vida. Más no sucedió así. Y fue repudiada por cada uno de sus conocidos y benefactores, aunque en silencio, y desde entonces le estuvieron poniendo el dedo en la llaga con la molestia del matrimonio:
--Cásate, hija mía, cásate.
--Búscate un hombre que te haga feliz, que te lleve al altar.
--Búscate un hombre que se dedique a ti y que te colme de hijos.
--Ya cásate, ¿a poco te piensas quedar para vestir santos?
--Cásate, mujer, o qué acaso, no te gustan los hombres,
--Si te quedas sola, qué vas a hacer, entre otras. –-
Idea que Adelina le parecía si bien romántica, mágica y lejana, también le horrorizaba ya que no era lo que ella deseaba para sí misma. Le agradaba la idea de casarse, pero eso de ser la sirvienta, la enfermera, la abnegada y la sumisa de su marido, distaba mucho de la realidad. Era insurrecta por naturaleza. Era soñadora, se imaginaba disfrutando de la vida, de las cosas, de todo. No quería ser de todos los hombres, es más, ni de uno, quería ser de ella, solamente.
Había sido expulsada del Convento de las Madres del Santísimo Sacramento, por llevar una vida holgada, y querer vestir prendas cortas y escotadas. Por preferir zapatillas de tacón alto. Por reír en voz alta, y por no quererse confesar cuando el padre maestro y espiritual que las asistía las visitaba. Sencillamente le pidieron que hiciera un examen de conciencia y que revisara su vocación, para saber si en verdad quería estar consagrada al servicio de la iglesia y al amor a Dios. Con eso terminó su carrera al servicio de Dios y de los necesitados.

Su madre doña Conchita, era terminante en asuntos de la fe y de la religión. Nadie la haría cambiar que la mejor y única opción religiosa existente era el catolicismo. Sólo ellos estaban bien y los demás, los otros, estaban mal. En alguna ocasión discutiendo con otros cristianos piadosos no católicos y calentados los ánimos, ambas se gritaron:-- pues nosotras seguiremos pasando mientras Dios nos lo permita--- y Conchita, contestó tan hábilmente como era: -- pues nosotros les seguiremos cerrando las puertas mientras Dios nos lo permita. Y de un portazo se terminó la conversación sobre si la Virgen María es Virgen o no es Virgen, si después del nacimiento de Jesús, siguió siendo Virgen, en si tuvo más hijos, o ya no, etc. Y en cual de ambas religiones es la verdadera y cual es la falsa, como si Dios aprobara a unos y destituyera a otros.

Doña Conchita indignada por la salida de su hija del convento, cargó con su cruz y se dedicó a la oración y le ofreció ese sacrificio a Dios y a la Santísima Virgen y a san Judas Tadeo. Ofreció sus confesiones para poder iluminar a su hija y que ésta volviera al buen camino reingresando al convento a tomar los hábitos.
A diario se rezaba en esa casa, a diario se expiaban los pecados, se consolaba a los miembros de la congregación, así como algunas obras de caridad, se pedía por los demás y hasta por las ánimas benditas del purgartorio. A diario se vivía una fe inmensa en ese hogar.
Hasta que un día Adelina, reencontrándose con su amiga de Lucila, ex compañera suya expulsada del convento, se miraron de lejos y al acercarse se vieron con un entusiasmo inusitado, a partir de entonces se siguieron frecuentando y su amistad perseveró a tal grado que se volvieron confidentes e íntimas. Todo se comunicaban y sólo ellas se sabían sus errores y sus aciertos, y con base en eso decidían que era lo mejor para la una y lo mejor para la otra. Cada vez que se encontraban se daban cuantos halagos podían y se imitaban la una a la otra. También se la pasaban envidiándose una a la otra, lo que cada una poseía. De esa forma se entendieron y así siguieron con su amistad. En el trasfondo lo que sucedía es que solo se tenían la una a la otra.

Doña Marthita, la madre de Lucila, siempre fue tan parecida de carácter a Doña Conchita, que parecían hechas a mano, y del mismo molde y de la misma mano. Ya que en los incidentes que ambas tenían se agredían a las hijas, por no agredirse ellas y ellas salían ilesas del incidente. Doña Marthita decía que Doña Conchita:-- nomás andaba de chile frito en la iglesia y dándose golpes de pecho y no atendía a sus hijos y a su marido como Dios manda-- y agregaba: --qué a poco Dios le dijo, dedícate más a Mi que a tu marido y a tus hijos? --y afirmaba-- por eso el marido la dejó, porque no fue lo suficientemente mujer para su hombre. --Y remataba: -- ya ves, ni gasto recibe, pos pa qué, si no hace ni de comer, vieja chirriona, nomás anda tragando santos y cagando diablos. Si Dios no pide nada, ni quiere nada, qué le va a andar haciendo falta a Dios lo que esa vieja le pueda dar con sus rezos y sus santurronadas. No más anda haciendo lo que ni debe. Que cuide su casa, que cuide a sus hijos.

En lo que Conchita, replicaba que:-- Dios habría de condenar al fuego eterno a Doña Marthita, por ser una alejada de la fe y de Dios, y que por eso la hija le había salido tan descocada y argumentaba que si su hija había sido despedida del convento era porque (Adelina) era una descarriada que sólo había sonsacado a su hija que era toda una santa, todo un modelo de virtud y que por esas malas compañías el diablo se les había metido y las había alejado del verdadero camino.-- Guerra eterna entre ambas contrincantes que no llegaba a nada. Aún así ambas mujeres se invitaban constantemente, y hacían gala de la diplomacia que a ambas las caracterizaba para insultarse y seguir mirándose a los ojos con caras de beatas, pero prohibiéndole a las hijas que se frecuentaran, solicitud que no prosperó.

El conflicto entre las madres, lejos de separarlas, las unía. Pretestaban la fe que las juntaba y se contaban sus intimidades, más ahora que doña Conchita se había enfermado de gravedad y los males renales, la diabetes, la anemia y demás enfermedades, la habían asaltado como un mendigo a un millonario, y la habían agobiado.
-- Ay mana, ¿a dónde vas tan presurosa?
-- Voy a la iglesia,
-- Pero hoy es jueves, a qué iglesia vas, o qué va a ver, o ¿a qué vas tan apurada?
-- Voy a la Iglesia de San Hipólito, al centro. A cumplir una manda.
-- Ah, una manda, ¡qué piadosa eres, por eso te quiero tanto, manita!
-- ¡Ay ándale vamos, para que no vaya sola!
-- Je je, no, ya ves que yo a una iglesia no me paro, ya ves que soy una pecadora, no me vaya a caer un rayo, yo que soy una mala mujer. Si ves que hasta del convento me corrieron. Yo que me he alejado tanto de la Santa Madre Iglesia, yo que soy una hija mala.
-- No digas eso, ya ves que Dios, nos quiere a todas por igual, y siempre nos está esperando con los brazos abiertos, ya ves que los caminos hacia Jesús son escabrosos, son impredecibles y sólo Él sabe las pruebas que nos pone para llegar a su amor.
-- Sí, --en un suspiro-- pues eso dicen. Dicen que nos quiere a todas. Pero ¿a qué vas a esa iglesia?
-- Ah es que cada 28 de cada mes se le celebra a San Juditas Tadeo, y voy a darle las gracias, mana. Es por mi mamá, ves que estuvo muy grave y me la salvó. Se la encomendé y me la dejó para que siga viva, y yo viéndola y atendiéndola, como ella se lo merece, ya ves que hasta los amantes dejé, ya ves que ellos nada dejan.
-- Ay como eres, no digas eso. Si tú eres bien santa, eres muy buena. Que no hayamos encontrado el amor, eso es otra cosa. Y ay, ojalá y tu San Juditas de veras sea tan milagroso, y me conceda un hombre, pero que sea un gran hombre de esos que hacen tanta falta.
-- Ja ja ja, ay qué ingrata eres al desconfiar de San Juditas, y ponerlo a prueba, acuérdate que él es el abogado de las causas difíciles y de los desamparados. Pues te lo aseguro, no te va a conceder un hombre, sino a tres, vamos a la iglesia y ya verás, ya verás.
-- Mmm pues pago por ver
-- Si no te hace el milagrito, yo te invito una cera para que se la pongas pero ya no a San Juditas sino a San Antonio. Pero estoy segura de que será a San Juditas, ya verás, él es un gran santo, él es muy cabrón y no se va a dejar que otro santo le tumbe su lugar.
-- Bueno, vamos y veremos.

Al llegar al centro, salieron por la esquina de la estación del Metro Hidalgo, que da a la iglesia de san Hipólito, y se encontraron de frente con la loza que fue sacada de su lugar de origen porque según un piadoso dijo haber visto la aparición de la virgen del metro, una silueta que por el paso del tiempo, la humedad, y otros agentes, redundó en una imagen muy parecida a la guadalupana.

El lugar estaba hecho una verbena popular, se vendían frutas, buñuelos, pambazos, tortas, pozole; imágenes en estampas y de bulto; listones, rosarios, agua bendita y sin bendecir, según la necesidad del cliente y demás reliquias.
Por el otro lado, los piadosos y beneficiados de los favores concedidos por el Santo, regalaban a sus confeligreses: tortas, listones, escapularios, dulces, paletas, y demás artículos para honrar al patrono de los necesitados, y congraciarse con la hermandad. Otros más opulentos y más desprendidos, llevaron mariachis para honrar, así como grandes ramos de flores que mas que halagar al santo se agasajaban ellos, al ver como la gente los miraba, por el gasto ostentoso y suntuoso que habían realizado.

El sacerdote en turno a oficiar el servicio, vestido de gala y listo para comenzar la misa de 8, se desesperaba, ya que no podía negarse a que se le rindiera culto al santo, sin embargo le molestaba y lo comentaba con otros fieles dentro del templo, que debieran tener consideración de que el servicio no puede esperar, sin embargo, no le quedaba otra que esperar a que el mariachi terminara las canciones por las que había sido contratado, y éste a su vez se consolaba con que algún devoto le hiciera caso. Entre cuchicheos algunos de los fieles aprobaban lo que el cura decía, otros lo habían criticado, otros se hicieron los que no escucharon, ignorándolo y otros, de plano, le habían dicho que se dejara de mamadas, si todo lo que tenían era gratis y todavía se ponía al pedo.

El transcurso de la calle al templo, hasta los pies del santo, en días de fiesta, se hacía en dos o tres horas, ya que todos los fieles, querían pasar a rendirle pleitesía al santo patrón, algunos venían de lejos, otros de los barrios cercanos, y todos cargando sus imágenes en memoria y veneración del santo benefactor. Era una multitud que se congrega imparable todo el día. Ni el partido político más taquillero y en su mejor momento tenía tantos adeptos que iban por su propia voluntad como San Judas Tadeo en los días 28 de cada mes.

--¡Cuanta gente, no pensé que hubiera tanta devoción por San Juditas, mira como se arremolina la gente, qué barbaridad! --Se admiraba Adelina.
Su sorpresa no había acabado, cuando un mar de gente las separó a ambas, que ya llevaban sus veladoras, y sus listones, y toda la gente con la necesidad de entrar al templo se agitaban, lloraban, se empujaban, reían, unos se gritaban insultos, otros eran más directos, y se intercambiaban mentadas, el caso era llegar primero que los demás al altar del Santo, y poderle rendir pleitesía. Darle las gracias y ofrendarle el tributo requerido.
Los devotos del Santo, también en deuda, ofrecían a los demás concurrentes, tamales, dulces, paletas, listones, escapularios, ceras, veladoras en el trayecto, el chiste era cumplirle al santo a toda hora y a todo momento y que mejor el día de su fiesta, para que estuviera mas contentito.

Dentro de los apretones y empujones, Lucila y Adelina, las amigas, fueron separadas y por más que quisieron volverse a juntar, no lo lograron hasta que finalmente llegaron casi al altar, junto del cura que se quejaba porque no lo dejaban oficiar.

En el trayecto a Lucila le había tocado un listón verde, que no supo ni cómo llego a sus manos, y luego un escapulario que al aventarlo a otro fiel le había caído en las manos a Adelina, y solo se escuchó, que el despojado dijo: --órale, carnal, pásame otro, vez que esa pinche ruca ya me conejió mi escapulario, chale, pinche vieja culera.-- Adelina, por más que quiso devolver la prenda, no pudo por los empujones y siguió su camino.
Lucila, la buscaba con la mirada y la trataba de atraer hacia ella, para que no le pasara nada, en ese inter Adelina sintió unas manos que le tocaban la cadera, primero como roces, luego con suavidad, y finalmente con más fuerza.
Al principio quiso resistirse y hacer lo de otras: abofetarlos, devolverles el insulto o enfrentarlos, pero en realidad le había desconcertado lo que sucedía; se encontraba en un dilema; y se resistía por un lado y por otro se dejaba llevar. Cuando continuo su marcha y el toqueteo se incrementó sintió que otras manitas también la circundaban, dio la vuelta y eran tres muchachos que llevaban muy piadosos sus imágenes de san Juditas y que también se iban drogando, la miraron y con sus miradas inocentes, ausentes y sus sonrisas de camaradería le sonrieron. Sus toqueteos se hicieron suaves. Ella se volteo queriendo que ellos siguieran y que nadie los viera. Sin embargo desde lejos otros fieles y entre esos Lucila, la observaban desconcertada por lo que veían. No lo podía creer, su amiga, la santa, la correcta, se estaba dejando manosear por tres desconocidos y dentro del templo, frente a los ojos santísimos de Dios y de San Juditas. La gente de al lado solo miraban y nada decían, quizá tratando de disimular o bien importándoles poco lo que suceda a su alrededor, argumentando que:-- Mientras a ellos no los toquen que el mundo ruede.--

Adelina, sudada de emoción, de placer y daba gracias al santo de los necesitados: su milagro se le había concedido. Retar a San Judas no iba a pasar inadvertido. Quien iba a decir que en pleno templo se le habría de conceder el milagro. La contraparte era que le dolía en el alma, pues se sentía sucia, indigna e inmoral al estar sucediendo esto dentro del templo,

Lucila, admirada caminó hacia el cura que no hacía otra cosa que protestar y poner su cara de santo, pero de momentos se emocionaba con el mariachi y hasta llegaba a medio tararear alguna de las canciones.

Adelina, con las manos de los chicos sonrientes que no la dejaban, dio unos pasos adelante y alcanzó a Lucila, esta a su vez le reprochó que hiciera sus cochinadas en la iglesia. A lo que la suplicante del milagro dijo: --pues no te eches para atrás, tú me dijiste que San Judas es muy milagroso y me habría de dar a tres hombres y aquí está el milagro hecho.--

Ahora vendré cada 28, a traerle sus listones a San Judas Tadeo.

lunes, 30 de junio de 2008

Asalto en sábado

Ya las aves trinaban despertando y comenzando con su vida matinal. El alba estaba a punto de clarear. Ya se medio dibujaban las nubes en el cielo y de momento un respiro prolongado entró por la boca de Fermín que aún soñaba y estaba sumergido en profundo descanso. Se movió de un lado hacia otro tratando de descansar y seguir amodorrado en la cama.
En un instante comenzó a clarear y los rayos del sol entraron con tenue suavidad por la ventana, que tenía una cortina que era fijada por un cordón de un lado hacia el otro, y dejaba huecos donde los rayos del sol entraban y salían a capricho.
Uno de esos rayos tocó el rostro relajado y tierno de Fermín, obligándolo a despertarse lentamente, aunque quiso no despertar y deseaba taparse el cuerpo completo con la cobija, más no resistió el deber de levantarse y saber como autómata cual era su camino para ese día. La jornada del día sábado.
En eso estaba cuando Pablo, jaló la cortina que servía de puerta entre habitación y habitación y le dijo con voz enérgica:
--Levántate chamaco que se nos hace tarde. Ya la obra está bien avanzada. Tu madre ya tiene los frijoles en la mesa y tú sigues acostadote, cómo se ve que no tienes obligación de nada.
Fermín, apurado por la voz que le suministró la energía que no tenía, sólo alcanzó a responder que ya estaba listo, se apuró a medio tender la cama y calzarse los zapatos, corrió hacia el espejo de un tocador viejo, que carecía de una pata, que fue sustituida por un tabique. Se miró, se frotó los ojos, tomó el peine, se dio un gesto de complicidad y admiración con su reflejo, y salió a enfrentarse a su vida.

Pablo yacía comiendo como desesperado los frijoles con tortillas y café negro. Mientras María hacía hasta lo último en rogarle y recordarle que los hijos son tan diferentes de los padres y siendo o sumisa o una partidaria del orden impuesto en su casa por su esposo, quedaba entre la espada y la pared, tanto de apoyar al marido así como de disculpar al hijo:
--¡Ah qué niño este, cómo se tarda!… y tú con tus apuraciones. Aprende a esperar a los hijos, aprende.
-- Mmm parece señorita, se tarda mucho, pero me hace falta, ai que me alcance, yo no espero a nadie, ya me conoces.
Pablo salió de la casa dando unas largas zancadas, tomó su mochila de herramientas y su sombrero, al mismo tiempo que su cuaderno de notas y diciendo que no esperaría más a ese haragán.
Decidido, fue rumbo a la estación del pesero, donde tenían que caminar cerca de 12 cuadras para ir rumbo a Iztapalapa, ya que si hubieran querido ir al centro o hacia otra parte de la ciudad (de México), en la misma esquina pasaba el pesero que los llevaría a la estación del metro indios verdes.
María, con la angustia del marido que se va, y del hijo que aún no sale, alcanza a darle al hijo un jarro con café y unas tortillas Le da de almuerzo para el camino una manzana, una naranja y un plátano para compensar el bolillo y los frijoles con epazote que no desayunó.
-- Anda hijo, vete pronto, que tu padre, parece que le van a dar herencia, ya ves cómo es. Mira que sale disparado y no espera a nadie, ojalá lo alcances en el pesero.
-- Sí, siempre me hace lo mismo, siempre me deja solo, -- dijo Fermín, en tono de reproche.

María acabó de sacarlo de la casa y darle la fruta en una bolsa y entre rezos, bendiciones y alabados lo acabó de despedir. Mientras Fermín corría como desesperado para ir al alcance de su padre, y de que no lo dejara, ya que no llevaba un peso, y entonces tendría que o irse caminando o regresarse a su casa, y en la tarde que su padre llegara se las arreglaría con él.
Entre jadeos y respiraciones agitadas llegó junto a su padre y éste sólo alcanzó a decirle entre dientes:
--Al fin saliste de la casa, chavo.

Ya en el microbús, todos sus pasajeros eran trabajadores, unos llevaban podadoras, otros jaulas, otros herramientas, otros sus brazos y sus ganas de trabajar y terminar la semana y sólo Fermín llevaba su fruta, acompañada de dulces sueños y de añorar aunque sea un día a la semana de descanso laboral pero sobre todo un día sin regaños. Sentados en el penúltimo asiento, junto a una señora gorda, morena, de pelo corto, lacio, que llevaba unas bolsas vacías y un viejo mugroso, desdentado, que le hacía compañía; éstos, platicaban de poner una florería, de trabajar más y de salir adelante. Fermín se sentó junto a la ventanilla alcanzó a recargarse, quiso cerrar los ojos y darse una pestañita, y de echarse su pedito mañanero, pero se cohibió. Notó que sus vecinos los miraban de reojo, como escudriñándolos, como risueños; en ese inter su padre lo comenzó a sermonear y no lo dejó en paz hasta que bajaron del microbús en la Colonia Moctezuma: --póngaseme almeja, no sea usted pendejo, levántese temprano, ya sabe que yo no espero a nadie, y cuando usted crezca más. Se me tiene que volver un hombre de trabajo. ¿O qué acaso quiere andar como esos desperdigados que nomás andan de flojos y de baquetones? ¿Que andan sin hacer nada nomás rascándose la panza? ¿Me está oyendo? ¿Al rato que tenga mujer i hijos que va’ cer? Lo quiero listo, listo, listo y feliz como una lombriz.

Abordaron el siguiente microbús que decía Chalco Amecameca, y le dijeron al chofer que los bajara en el canal de san Juan. Ya en ese lugar, hicieron fila otra vez para abordar el colectivo que los llevaría a su fuente de trabajo, una obra gigantesca de más de mil edificios en Chinampak de Juárez, mismos que habían sido inaugurados por el Regente. A esa hora, ya era una romería el lugar, había combis y taxis colectivos por doquier dando servicio a los trabajadores que llegaban apurados para comenzar sus labores. Unos de albañiles, otros de carpinteros, otros de pintores, otros de herreros, de afanadores, de electricistas, etc. Las mujeres se daban prisa por ir por el mandado, unas llevaban las jarras y los vasos, otras cargaban bultos y bolsas, y eran acompañadas por sus hijas o por parientes. Ya por un lado olía a fritangas, a sopes y quesadillas, a tacos de guisado, a pan dulce y tamales de verde, mole, rajas y dulce. Otras preparaban los jugos de naranja y zanahoria y las pollas con jerez. En un puesto de esos se detuvo Pablo, y Fermín, distraído, siguió caminando, cuando vio que su papá se había quedado en el puesto se volvió hacia él, para escuchar el regaño: --mírelo, no se fija ni por donde anda, trucha, mi chavo, trucha.-- En ese momento le pidió a la mujer que preparaba los jugos que le preparara uno de naranja, y al tomárselo y pagarlo, le dijo a Fermín que si no quería uno, éste dijo que no, que llevaba fruta.

Era sábado y el jornal terminaba a las 12, era día de raya.

Abordaron la pecera que decía Frente 6 y Frente 7, y apretujados, el cacharro hizo caber 16 almas dentro del colectivo, y entre el aroma a cama y sobaco que fueron soportando, llegaron a su destino, era temprano, cerca de las 7.42 am y Pablo urgido por comenzar a trabajar, guardó silencio se cambió y se fue a dar instrucciones a los demás jornaleros. Fermín hizo lo propio. Su ropa de trabajo aún estaba húmeda del día anterior, y así se la puso, la sintió fría más con el paso de los minutos la tela se fue calentando con el calor humano de su dueño.

El ir y venir de los trabajadores en la obra mantenía a todos ocupados, sólo uno que otro se detenía a saludar o daba una señal de saludo a sus conocidos. A eso de las 10 de la mañana, Pablo se encontró con unos conocidos y la charla se comenzó a prolongar, esperó a que llegara el Arquitecto Manrique, y el Contratista General Juan López, conocido como "El Bigotes", que le dejaron la raya de sus trabajadores; y los trabajadores, poco a poco se comenzaron a reunir. Mando a un chalán por cervezas, porque el pulque no le gustaba, se ufanaba en decir que eran babas de perro.

Mandó llamar a Fermín y lo encargó con Crescencio, un oficial de carpintero venido a menos, flacucho, moreno pálido y ojeroso, lampiño, y su forma de hablar era el del clásico ñero y como particularidad no usaba cinturón, se amarraba el pantalón con mecate de ixtle, llevaba unos zapatos viejos, y una camisa a cuadros, con un morral que alguna vez llegó a cargar herramienta. Se le había ocurrido a su padre que Fermín lo llevara a su casa para que allá le diera un cepillo que tenía de tiempo atrás, cuando una vez se lo fueron a empeñar y no volvieron ni por el cepillo, ni a devolver el dinero.

Mientras Pablo regañaba constantemente a Fermín, a sus espaldas se enorgullecía de él, era todo un ejemplo de orden, era un hijo modelo y perfecto, no daba problemas, los que tenía los resolvía, era madrugador, honrado, también era austero, obediente, respetuoso de los padres, no exigía nada, bueno, bueno, casi como él quería llegar a serlo, sin duda su Fermín llegaría a ser un gran hombre. Y en tono ceremonioso, en parte luciéndose delante de los trabajadores, le dio instrucciones:
--Mira Fermín, te me vas a la casa derechito, te llevas al Señor, y le dices a tu madre que le de el cepillo, ese que llevó a empeñarnos don Pedro, viejo chingado que no nos dio ni el saludo, y se lo das. Y allá en casa te quedas, le dices a tu madre que yo llegaré más tarde.
--Crescencio, váyase con mi hijo, es mi chavito y es de mucha confianza. Que lo lleve a casa y que le den a usted el encargo, y solo le doy media raya y lo que falta se lo descuento de la raya de la próxima semana.
Entre la unidad de los Frentes 1, 2, 3, 4, 5, 6, y 7, y la Calzada Zaragoza, era un trecho muy largo, había un llano que los separaba a ambos, además de una ciudad perdida y una unidad deportiva. Atravesarla les llevaría un buen tramo pero no importaba, contaban con tiempo y además ¿qué les habría de pasar? A menos que les saliera una liebre o una víbora ya que no se veía ni alma por el rumbo, sólo el aire fresco de un día soleado con algunas nubes en el cielo que daban una sombra grata. Todo indicaba que era un día tranquilo.
Crescencio decidió que caminaran por el llano, hasta encontrar la Calzada Zaragoza y evitarse la molestia de gastar en el pasaje suyo y el de Fermín, y comenzaron a adentrarse en el llano, y vieron unas casitas a lo lejos, que parecía una ciudad perdida pequeña, hecha de casuchas de cartón y de lámina y palos y que no daba rastros de vida y ni menos de que fueran habitadas y se dirigieron hacia allá, como buscando compañía. Caminando entre el polvo y el zacate del camino. La charla entre el menor y el oficial de carpintería trataba de que si el cepillo estaba en buenas condiciones, como para asegurarse de que era una buena adquisición la prenda, de qué tan nuevo era, de si era de marca y de cuanto tiempo se tardaban en llegar a Ecatepec, y que si su papá era buen trabajador.

En esas andaban, cuando al instante les brincaron al cuello, tres jóvenes, que estaban agazapados entre las hierbas y el zacate del campo, los tomaron a cada uno de los caminantes, el más gordito de los tres, tomó a Fermín del cuello y de la espalda, y le puso una navaja de un corta uñas al cuello, y le dijo que era un asalto –- a ver pinche chavito, cuanta lana traes, y no digas que no, si acabas de cobrar--. A Crescencio lo tomaron los otros dos por la espalda y por los pies y le dijeron que les diera el dinero que llevaba, les pasaron báscula, pero no llevaban gran cantidad de dinero. Fermín, no cobraba hasta su casa, cuando su mamá obligaba a su papá a que le pagara a su hijo, y que no se encajara porque lo viera chiquito. Crescencio llevaba medio jornal de la semana, y el dinero de la tanda, a la que le había entrado con sus cuates de la pulquería, pero lo llevaba en el zapato izquierdo, por eso cuando lo agarraron, y le quisieron quitar el dinero, no le encontraron más que 20 pesos para el pasaje. De momento se puso a gritar como loco, y se les soltó a sus opresores y corrió hacia la ciudad perdida que constaba de una hilera de 20 casitas de cada lado, y fue gritando: Enrique, Enrique, Enrique. Con una voz de terror y desesperado. Gritándole a su primo y oficial de carpintero también, que por supuesto era imposible que lo oyera, pues estaba en la obra. Ante el asombro y desconcierto de los asaltantes y de Fermín, soltaron a éste y al no encontrarles un botín que valiera la pena, se echaron a correr, pero de manera equivocada corrieron hacia la ciudad perdida, de donde salieron sus ocupantes, preguntándose a gritos qué pasaba, la confusión se hizo en un santiamén. Los delincuentes, que eran hermanos los tres, fueron alcanzados por los habitantes de la ciudad perdida, y fueron llevados hacia donde se encontraba Fermín que se quedó paralizado, y no se movió, sólo dijo a las personas que se le acercaron que los habían asaltado y pensaron que Crescencio era su papá.

En ese momento, llegó un hombre joven, acompañado de otros, al parecer líder del grupo y preguntó muy propio y con voz firme qué había pasado, las demás personas hicieron bola y todos hablaban entre sí y condenaban de hecho el suceso sin conocerlo previamente, solo del supuesto de un asalto, por voz del menor. Crescencio, antes altanero y soberbio, tomó una postura de víctima y le dio a su interlocutor un carácter de oidor, juez y ejecutor de la sentencia. Después de ser una persona tranquila y serena, en ese momento se transformó y se volvió un hombre cruel y se ensañó con los asaltantes, que fueron llevados a un cuarto de lámina de cartón, que era una vivienda de algunos de los presentes. Allí Fermín y Crescencio fueron llevados por los habitantes de la ciudad perdida, y encararon a los asaltantes, y el oficial de carpintero les recriminó el asalto, y les dijo que lo habían robado, que le habían quitado 2500 pesos de su raya, y al chavito 1700, también producto de su raya semanal, fruto de su esfuerzo y de su sacrificio. El ejecutor al escuchar semejante acusación, con todo el público que estaba en la apatía y que había llegado este suceso para darle algo de variedad al día, no esperó más, los encerró en la vivienda de lámina, y junto con otros cuatro acompañantes los golpearon, y les gritaban: rateros, ladrones, así mismo algunos de los de la bola, quisieron participar del escarmiento de los presuntos asaltantes, y se fueron turnando para golpearlos una y otra vez. Los asaltantes, en su inconsciente, se dejaron golpear, como aceptando que en verdad lo eran, y que estaban con esos golpes expiando sus culpas.

En ese momento, una mujer de las del grupo, de rostro moreno oscuro, con granos en el rostro, que le daban un aire de malencarada, y le reafirmaban su fealdad, de prendas entalladas, y con cara de media luna, de rasgos chatos, con voz aguardentosa y segura de sí misma, se acercó muy conocedora y dijo que era policía, y que no los golpearan en el rostro, pero que sí les pusieran su calentadita. Le comentó al líder del grupo, que llamaría a la policía y recordó el estatuto de que nadie puede hacerse justicia por su propia mano, y menos aún que tenía cerca a la autoridad, porque ella era conocida del Secretario de Seguridad Pública y amiga íntima del Regente, y había sido invitada a comer en la mesa de honor cuando el Regente (del que ella decía ser amiga íntima) los fue a visitar y les dio sus premios a la excelencia, ella con esas palabras se pavoneaba y daba a entender que era influyente.

La policía, llegó unos 15 minutos después de las observaciones de la mujer. Llegó una patrulla de la Delegación Iztapalapa, con tres uniformados. Bajó del auto un policía muy pulcro y luciendo el uniforme con gallardía, delgado, alto, de tez muy oscura, y de carácter agradable, y queriendo parecer más agradable y complaciente con los presentes. Preguntó con una inocencia qué había sucedido, y todos a coro, como si lo hubieran ensayado, dijeron: --un asalto, allí están los delincuentes – dijeron, señalándolos. El policía sonrió complacido, y preguntó qué se habían robado esos sujetos y a quienes habían robado. En ese momento, Crescencio tomó la palabra y se postró ante el oficial y dio santo y seña de lo ocurrido y de manera lambiscona y zalamera, dio las gracias formalmente a los que hacían bolita, ya que gracias a ellos, se estaba frenando un asalto, de no ser por ellos, hasta la vida hubiera pedido, dijo al representante de la autoridad. El oficial, hasta entonces suave y dulzón de la voz, se convirtió en un terrible e implacable ejecutor de la justicia, y dijo a sus dos compañeros, que tomaran a los sujetos que habían cometido el ilícito, y se les interrogó, delante de Fermín y de Crescencio. Fermín dijo que le habían puesto una navaja en el cuello, que lo habían asaltado, y tomado por la espalda. El oficial al escuchar semejante acusación, dio un par de puñetazos a uno de los asaltantes. Volteo a ver a Fermín y le dijo: Hijo. Te ves chico, ¿Cuántos años tienes? a lo que Fermín respondió: 15 años, Señor. Y el oficial volvió a dar sendos golpes a los asaltantes, cada golpe, era por el asalto, otro por robar, otro por la navaja, otro por asaltar a un menor de edad, y otro por pendejos y dejarse golpear. No sólo con esto, Crescencio dijo que les habían quitado su raya los 2500 pesos de él y los 1700 de Fermín. Todos pusieron cara de asombro y exclamaron una expresión de sorpresa. Uno de los policías no se contuvo y se fue sobre los asaltantes, les pasó báscula y efectivamente, llevaban esas mismas cantidades de dinero, además de una paleta para embarrar mantequilla y el corta uñas, es decir se les habían encontrado el cuerpo del delito. El suceso hizo ver al policía un salvador y protector de los desamparados y la gente pidió públicamente: Justicia, justicia, justicia. Los asaltantes dijeron que era dinero de ellos, de su trabajo mas los policías y los presentes no les creyeron, las cantidades eran idénticas a las que denunciaba uno de los ofendidos y eso se tomó por un hecho. Uno de los policías tomó el dinero y se lo guardó, dijo que lo presentaría como prueba ante el Ministerio Público, con la parte acusadora. Los asaltantes, fueron llevados al auto patrulla y allí mismo fueron golpeados a discreción sin ningún remordimiento. Al contrario, los policías gozaban tanto, que se turnaban para golpearlos, salían de la patrulla, y se sentían insatisfechos, y regresaban a golpearlos, dándoles codazos, y golpes en todo el cuerpo menos en el rostro.
Uno de los acusados, se refirió a Fermín y le dijo: --chavo, ese dinero no es tuyo, tú, la verdad no llevabas dinero, que no nos lo quiten, -- Fermín sintió temor, y que los colores se le subían al rostro, y se ocultó tras la mujer policía que los acusó de amedrentar psicológicamente a un menor, y los volvieron a golpear, hasta que el jefe de los policías decidió que era hora de llevarlos al batallón, cerca del CCH Oriente, para que allá se rindiera la declaración. Como los asaltantes habían resultado hermanos mandaron llamar a sus padres, y se les turnara después al Ministerio Público, ya que había parte acusadora y habían sido agarrados en flagrancia con todas las agravantes.

El oficial habló por la radio patrulla y rindió informe de los hechos, y que es lo que procedía, así mismo, todos fueron remitidos al batallón: asaltantes y asaltados. Los padres de los acusados fueron llamados, pero el padre no se presentó, sólo se presentó la madre llorando y no acabando de creer lo que sucedía, iba acompañada de la hija mayor, quienes al llegar al batallón muy apuradas, como empujadas por un ventarrón, se detienen, la madre pide a la hija que los buscara para comprobar si era cierto que estaban en ese lugar, al momento ella entra, los ve y recula y volviéndose hacia su madre y le dice:-- sí allí están, son ellos, están los tres, mamá.-- La madre hecha una dolorosa, se deja caer en un sillón, y gimotea, la hija, la consuela, y trata de averiguar, y se porta como si fuera abogada y aborda a un oficial para saber de qué se les acusa. En ese momento, los pusieron delante del batallón, y pasó cada uno de los policías, y les dieron patada y manazo. Es decir otra calentadita más, de las que ya les habían dado en la ciudad perdida.

Fermín y Crescencio rindieron su declaración ante el capitán del batallón, y de allí con las lágrimas de la madre, Fermín se condolió y le dijo a la mujer policía, que sólo los habían asaltado, pero que en realidad no llevaban dinero, que el dinero que les quitaron no era de ellos y la mujer respondió que ya la acusación estaba dada y que ahora se chingaba, o se mantenía en eso o se le volteaba la contrademanda por inventar delitos, y que además ya no podría dar otra versión de los hechos. Que ahora irían al ministerio público y que allí se darían las declaraciones. Y que no se podía por ningún motivo cambiar los hechos. Que topara en lo que topara. Y ya molesta por el desmentimiento de Fermín, dijo volteando a ver a la parte acusadora, y enérgica les reprochó: --¿qué acaso no pedían justicia? Pues se les está haciendo, no sean pendejos, ya ganaron. Verdad de Dios que ya ganaron, a ustedes hasta el Regente los va a llamar para felicitarlos. Fermín puso cara de susto y Crescencio sintió que lo premiaban, que le devolvían los privilegios que quizá en algún momento tuvo y hubo perdido. Su rostro altanero, adquirió un matiz de venganza y satisfacción.

Ya en el ministerio público, los recibió el encargado de la mesa 11, a quien se le turnó el caso, y conociendo los delitos de los acusados, desde allí a parte de ser Ministerio Público, se volvió juez y dijo, con estos 7 delitos, y más que los agarraron in fraganti, derechito a Santa Martha, y sin derecho a fianza, mi Capi—a lo que el oficial le respondió, pues se los encargo, eh?, por ahí viene su familia, y a ver que argumentan, ya ve usted que van a decir que eran blancas palomitas.

Los acusados pasaron a los separos del ministerio público, y los acusadores a rendir su declaración de los hechos, después de haberla hecho, más de 10 veces formalmente y de repetirla como periquitos a cuanta gente se las preguntaba, como queriendo saber más y más, y hasta el último detalle del suceso y ellos en el papel de víctimas y buscando consuelo a su desgracia, reiteraban los hechos, que unas veces eran de más y otras de menos.

Crescencio no dejó de repudiarlos ni un minuto, y se ensañaba inventando delitos, y poniéndose como víctima a todas horas, frente a los policías, la gente, los oficiales del batallón, ante el ministerio público y finalmente frente a la madre que no dejó un instante de llorar y de la hermana que no dejó un instante de pedir perdón a los ofendidos. Era un mar de saña, de dolor y lágrimas. Era un momento verdaderamente embarazoso.

En la casa de Fermín estaban muy preocupados, sobre todo, que era un jovencito responsable y serio y que en sábado habría llegado a la hora de la comida. María, salió a asomarse a la calle, como si tuviera vista telepática y pudiera con salir a la calle ver donde estaban su marido y sus hijos. Con la angustia en un hilo, y con el Jesús en la boca, comenzó a rezar primero un padrenuestro y luego un avemaría, que se acabó convirtiendo en un rosario con todo y letanía. La ausencia de Fermín causó terror, cuando a las 5.30 de la tarde, llegó Pablo, a medios chiles, y sin el hijo.
De entrada María lo increpó con dureza y desaprobación:
--Vienes borracho, ya ni la friegas. Solo eso te saben dar, en vez de que te den de comer, te dan cervezas para embriagarte. Y con la mirada escrutadora buscó desesperada al hijo, y no lo encontró. ¿Dónde está Fermín? De seguro lo mandaste por más cervezas.
--Qué lo voy a mandar ni qué nada. Lo mandé temprano con el oficial de los carpinteros, para que le dieras un cepillo. El que nos empeñó don Pedro. Y se lo diste o saliste como siempre, no obedeciendo mis órdenes.
-- Viejo borracho, qué vas a mandar al chamaco ni que ocho cuartos, no ha llegado, y se fue contigo y tiene que llegar contigo, ¿a donde lo dejaste? ¿Qué hiciste con mi hijo?
Pablo sintió temor y pensó que un accidente le habría ocurrido. Nunca faltaba a casa y menos que lo hayan enviado con un desconocido, se afligió más, y le dijo a su esposa: --ya es un hombre, lo mandé con otro señor, para que le dieras el cepillo, lo mandé desde temprano, para que se viniera a dormir, lo vi que no quería ir a trabajar en la mañana y se me hizo fácil regresarlo con un mandado, yo que voy a tener culpa si le pasó o no un accidente.
La pareja discutió toda la tarde, los demás hijos se fueron a buscarlo a sabrá dios donde, ya que nadie tenia idea de donde estaría o si le habría pasado algo, y más aún que apenas acababa de salir de la secundaria y que no conocía bien el rumbo de Iztapalapa.
Los hermanos así como fueron regresaron y nadie les pudo dar razón de donde estaba el muchacho. La madre lloró y decidió esperar, confiaba en su hijo, y confiaba en los santos a los que se los había encomendado, ellos no la defraudarían.
Pablo, ya ni comió, se quedó agüitado y triste, sobre todo porque se sentía culpable de que si algo le pasaba a su hijo, él sería el responsable. De la aflicción se le bajó la borrachera y mientras los hijos buscaban en la calle, ellos (los padres) decidieron esperar en casa. Él cubierto de pena y de remordimiento; ella de dolor y coraje por no tener un marido responsable que se dedicara a encaminar a los hijos.

Finalmente Fermín llegó a su casa a eso de las 12 de la noche del sábado, y volvió a rendir cuentas con su familia de lo que le había ocurrido, y tal y como habían sucedido las cosas. Había salido del Ministerio Público con su acompañante, pero Crescencio, sin despedirse ni nada abordó un colectivo y se fue sin rumbo fijo. Fermín no llevaba dinero y se tuvo que ir caminando de la Cabeza de Juárez hasta Ecatepec, ya que nadie le quiso dar un aventón, y él por vergüenza, no se atrevió a pedirlo más de un par de veces. Caminó toda la Calzada Zaragoza, hasta la Moctezuma y de allí cruzó hacia Oceanía, caminando hasta llegar a Ecatepec. Haciendo la ruta de diario, pero esta vez a pie. Había hecho casi cuatro horas caminando.
Fue recibido con besos y mimos de la madre, y el padre, solo lo miró y le dio un apretón en el brazo y un jalón de cabellos. Los hermanos lo miraron como si estuvieran viendo a un muerto que había resucitado y no alcanzaban a creer semejante historia de un asalto.
Cenó con avidez y finalmente se fue a dormir, queriendo descansar de todo el día y de esperar que no se volviera a repetir esto otra vez. Y antes de conciliar el sueño, alcanzó a escuchar: mañana nos levantamos temprano otra vez.